Sentir no es el problema
El otro día leí una frase que decía: “Un gran poder (sentir mucho) conlleva una gran responsabilidad (gestionar tus emociones).”
Me encantó porque resume algo que veo todo el tiempo: las emociones no son el problema, sino lo que hacemos con ellas. Sentir mucho no te hace débil, te hace humano. Pero gestionar lo que sientes —sin que eso te arrastre o te convierta en alguien hiriente—, eso sí es un superpoder.
Normalmente pensamos que una persona muy sensible es aquella que llora con facilidad, que se ofende por todo o que, en el peor de los casos, “no tiene correa” o “no sirve para este mundo tan duro”. En realidad, no necesariamente es así. A veces, las personas más sensibles son las que más se esfuerzan por no parecerlo, las que levantan una muralla emocional porque no saben cómo manejar lo que sienten.
En las empresas, suelo encontrar a muchas de esas personas. Son las que parecen duras, las que no muestran grietas. Critican, juzgan, interrumpen. Son rápidas para señalar errores y lentas para reconocer logros. En general, parecen emocionalmente inalcanzables. Pero lo que sorprende, una vez que rascas un poco la superficie, es lo profundamente emocionales que pueden ser. Detrás de esa dureza hay miedo, frustración o agotamiento. No es que no sientan: sienten tanto que prefieren no mirar.
Siempre he dicho que tengo un sesgo personal cuando trabajo con conflictos: tiendo a pensar que los hombres mayores de cierta edad no están interesados en hablar de emociones. Entiéndase: no les interesa lo que tendría que decirles sobre conflictos. Pero en estos últimos años, esa creencia se me ha ido cayendo. Y debo decir que ha sido una de las alegrías más grandes de mi trabajo.
Romper esa barrera al inicio cuesta, porque implica entrar en un terreno que durante décadas fue considerado “blando”, casi sospechoso. Pero cuando se da el espacio para conversar sin juicio, algo cambia. He escuchado a hombres de más de 60 decir que si hubieran conocido antes la teoría de las conversaciones difíciles, probablemente no se habrían divorciado, o habrían sido mejores jefes. Y me parece algo casi de otro mundo.
Esa frase, dicha con tanta honestidad, suele venir acompañada de un silencio breve, de una sonrisa entre nostálgica y aliviada. Porque al final, todos —sin importar la edad, el género o el cargo— queremos lo mismo: poder hablar de lo que nos pasa sin sentirnos débiles. Poder conectar con los demás sin miedo a perder autoridad.
Por eso valoro tanto cuando las preguntas y los comentarios traen ligereza. Cuando podemos reírnos de cómo hemos reaccionado antes, de cómo a veces explotamos o callamos. Porque ese humor también es señal de crecimiento: muestra que ya no estamos tan atrapados en la emoción, que la podemos mirar con distancia.
Y pienso que ahí está una de las claves más importantes del trabajo emocional dentro de las empresas: no se trata de volvernos menos sensibles, sino de volvernos más hábiles. De reconocer que sentir mucho puede ser una ventaja, siempre que sepamos sostenerlo sin que nos desborde.
Quizá, entonces, el verdadero liderazgo no está en no sentir, sino en aprender a sentir sin dañar.
¿Qué tanto espacio hay en tu empresa para hablar de lo que realmente sentimos?
Como para reflexionar…
Hasta una próxima,
Debora

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