Lo que el cliente realmente necesita
Una de las necesidades más profundas del ser humano es la certeza. Y aunque parezca una palabra muy grande para usarla en contextos de servicio, es precisamente lo que el cliente espera: certeza de que estás cumpliendo lo que prometiste, de que sabes lo que haces, de que te vas a hacer cargo si algo falla. Esa certeza es la que genera confianza, la que permite recuperar un servicio que no salió como debía y la que sostiene la relación a largo plazo. Suena simple, y quizás lo sea, pero no siempre se ve.
En las últimas semanas he participado en varios eventos, algunos como expositora, otros como asistente. Entre talleres, cursos y conferencias en Lima y provincia, las experiencias han sido muy variadas. Y fue esa diversidad la que me llevó a detenerme a pensar, desde ambos roles, cómo estamos gestionando la experiencia de quienes confían en nosotros.
Algunos eventos empezaron mal desde el proceso de cotización: demoras en las respuestas, falta de claridad, información escasa o poco útil. Ya en la ejecución, cosas como coffee breaks poco memorables, fallas técnicas, buscar a alguien que pudiera asistirnos o simplemente alcanzar un vaso de agua para un participante, hicieron que la carga logística se sintiera más pesada de lo necesario.
Pero hubo un evento que destacó, y fue un masterclass en organización en el que participé a inicios de semana como expositora. Desde que llegué al hotel, sentí que todo fluía: me preguntaron a qué venía y, a partir de ese momento, no tuve que preocuparme por nada más. Había alguien en cada punto de contacto, el técnico ya estaba listo y tenía todo lo que podía necesitar. Incluso, cuando pregunté cómo ubicarlo si algo pasaba, me dijo que estaría fuera de la sala durante todo el evento, por si acaso.
Antes de que llegaran mis invitados, me ofrecieron un café en una tacita preciosa, reconfirmaron horarios y todo estuvo a tiempo. Al día siguiente, todos conocían mi nombre, recordaban detalles de la capacitación y me hicieron compañía mientras esperaba. Me sentí acompañada, considerada, bienvenida. Y lo conté. A varias personas.
Porque así se construye la confianza: con pequeños detalles que no deberían ser extraordinarios, pero que lo son cuando se hacen bien. Y porque el cliente no es solo quien paga, sino quien vive el servicio: el que entra a tu local, el que se sienta unas horas en tu sala, el que prueba lo que cocinas, el que sube a tu ascensor o utiliza tus servicios higiénicos. Y todos ellos son quienes, al final, pueden afirmar si la experiencia fue realmente buena.
Para mi (mala) suerte, o quizá buena por contraste, esa misma noche asistí a otro evento que fue la antítesis del anterior. Me enviaron al piso 11 cuando era en el primero, la pantalla falló durante casi todo el evento, nadie reaccionó con urgencia, y los ruidos externos hicieron aún más difícil la experiencia.
Y me puse a pensar: en un solo día, ¿cuántos eventos se pueden realizar en un hotel, un coworking, un restaurante? Es probable que no todos salgan perfectos. Pero si tratamos cada uno como único, si entendemos que cada organizador e invitado trae consigo expectativas y emociones, y si logramos que sientan que lo que están haciendo importa, pase lo que pase, entonces estaremos construyendo algo más grande: una reputación que habla por sí sola, una experiencia que se recuerda y se recomienda.
Como proveedora de servicios, aprendo mucho cuando dejo de estar del lado de quien ofrece y paso al de quien recibe. Y ese cambio de perspectiva me recuerda que en cualquier rubro, en cualquier industria, la confianza no se improvisa. Se construye, se cuida y se siente. Y cuando está presente, lo cambia todo.
¿Cuándo ha sido la última vez que un evento o una experiencia te deslumbró?
Hasta una próxima,
Débora

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