Hola y adiós a la nieve en Madrid
Quise escribir sobre la nieve, pero tardé, como siempre, y la nieve se volvió hielo, primero, y luego desapareció entre los parques y las avenidas de Madrid. Ahora ya no queda nada de ella. Estoy solo, frente a la página en blanco (como la nieve) y el recuerdo todavía fresco (más bien helado) de la que fue la primera nevada de mi vida. Esto, que comenzó como una advertencia climática en la pantalla del celular, terminó con el Parque de El Retiro igual a Siberia y la Gran Vía convertida en la pista de patinaje más larga y transitada en toda Europa.
Así que salimos a ver. Mi novia K y yo andando igual que torpes patos, que cuidado con pisar aquí, cuidado con resbalar allá, que mira lo engañoso que es el terreno que pisamos. Eso no importaba, la ciudad entera era una fiesta. Un repentino amor de invierno. O así lo queríamos ver, como extranjeros. Chicos patinaban y se deslizaban en el lugar donde hacía horas estaba la sólida y amenazante dentadura de unas escaleras. Más allá un abuelo jugando con sus nietos a lanzarse bolas de nieve y varios niños esculpiendo muñecos blancos y regordetes, a los que ponían sus pequeñas bufandas alrededor del cuello en señal de dignidad. Una pareja avanzando en improvisados esquís, en busca de una colina también improvisada de la cual arrojarse juntos. Una señora que se cruzó con nosotros, y que hablaba con alguien por el celular, lo describió mejor que nadie: “Hacía tiempo que no veía a las personas tan felices”. Mirar alrededor era darle la razón.
En Lima no nieva. No llueve, aunque el color del cielo invita a pensar en la proximidad de una tormenta. Tampoco existen las cuatro estaciones, sino que vivimos entre largos inviernos y veranos. Vivaldi no habría sonado tan bien de haber nacido limeño y nosotros no sabríamos cómo reaccionar si nos tomara por sorpresa una nevada como la de Madrid. Quizás tomaríamos las calles nuevamente, pero esta vez para arrojarnos bolas de nieve, para jugar y de paso agredirnos como quien juega, como quien se reconcilia a garrotazos. En Lima no nieva, pero en el Perú sí. Y no siempre es una fiesta. Para disfrutar de la nieve debes viajar a la sierra. Tomarte las mejores fotos en los mejores paisajes. Visitar la Cordillera Blanca, conocer lagunas que están en las alturas de Huaraz y recorrer una parte del país sobre un manto blanco y democratizador. Para sufrir la nieve, en cambio, solo debes hacer una cosa: ser pobre. Cada año el frío provoca pérdidas y muertes entre la población que menos tiene. Y cada año también las autoridades hacen como que se sorprenden y los canales de televisión pasan la misma noticia, con el mismo gesto de tristeza calculada.
“¿Primera vez que ven caer nieve?”, nos preguntó el portero del edificio cuando K y yo estuvimos de vuelta. Supongo que nos delatamos fácilmente. Pura risa, pura foto, pura lengua afuera literalmente comprobando a qué sabe la nieve madrileña y qué tan fría está. Dos veces extranjeros. “Sí, primera vez”, le respondimos con la sonrisa congelada. Y luego más fotos y más historias para Instagram. Así hasta que, un par de días después, nos cansamos de tanta nieve. Y eso fue todo.