El diálogo entre el estado y el contribuyente
Público y Estatal no son sinónimos.
Lo público tiene que ver con el interés común, con el bien común, con aquella iniciativa, ley o decisión que, sin ser perfecta, persigue el beneficio saludable y legítimo de un grupo amplio de la población sin afectar a otros de similar condición. Las leyes deberían guiarse por este interés. Las acciones empresariales también.
Así, tanto el funcionario estatal como el empresario o ciudadano pueden tener intereses públicos. O mejor dicho, los seres humanos funcionarios del estado, y los seres humanos empresarios o ciudadanos tienen muchas veces propósitos públicos. Solo jugamos roles distintos según el momento y el contexto.
Por esta razón, y dado que la búsqueda del interés público es más amplia y más humana que la acción estatal o la privada, es que existen servicios públicos (que pueden ser administrados por el estado o por el sector privado) y hasta en la orilla ideológica izquierda, entienden perfectamente la distinción:
“…Los servicios públicos -estén o no en manos del Estado- han de ser, valga la redundancia, “servicios” y “públicos”. Esto parecerá una obviedad, pero no lo es. Si los denominamos servicios es porque han de “servir” al usuario, al ciudadano; y si son “públicos” es porque va de suyo que son patrimonio de la sociedad civil aun si son “concesionados” a empresas privadas…” (Fernando “Pino” Solanas)
¿Por qué es importante ahondar en esta distinción entre lo estatal y lo público? Para derribar dos mitos que distorsionan el diálogo entre el estado y el contribuyente, bastante débil últimamente en los asuntos más importantes.
El primer mito a derribar es el que promueve que la búsqueda del interés público viene naturalmente del estado; y el segundo, que los servicios públicos deben ser, por lo primero, administrados por él.
Esa idea romántica del funcionario público, no estatal, sino público y bueno, hijo de Rousseau, surgió a mediados del siglo XX. Era parte de un discurso proto-populista que se hizo fuerte cuando el sistema electoral se volvía popular en las ciudades gracias a la migración del campo. El político empezó a ver a sus votantes cara a cara, en la plaza, en la universidad, en el mitin, frente a su casa. Entonces, tenía que aparentar -aunque no fuese cierto- que su partido era conformado por gente realmente preocupada por el pueblo, por los pobres, por el “interés público”.
Conforme el estado fue cobrando más impuestos y ganando más poder, a la par se gestó la utopía del funcionario público, en vez del funcionario estatal, confundiendo lo que líneas arriba he tratado de diferenciar. A partir de los años setenta aproximadamente, este funcionario ya aparece superior a los demás, moralmente mejor, sentado en un escritorio, dentro de un enorme edificio gris, con decenas de pisos en el centro de Lima, acumulando poder para legislar, ejecutar presupuestos inmensos e impartir justicia. ¿Podemos aceptar esta supuesta superioridad sin negar que todos, funcionarios estatales, empresarios y ciudadanos, somos iguales y solo jugamos distintos roles según el contexto?
No podemos. Y por eso el tercer mito que debemos derribar es el del funcionario estatal que puede cambiar las reglas de juego solo, sin escuchar y aceptar la opinión del contribuyente. No existen funcionarios públicos. Existen funcionarios estatales, seres humanos de carne y hueso, que tienen un rol específico que cumplir y necesitan dialogar con los demás actores sociales para tomar las mejores decisiones.
La disquisición les puede parecer ociosa pero no lo es. Me encanta pensar que los funcionarios tienen las mejores intenciones. Conozco muchos muy competentes y capaces. Sin embargo, dado su comprensible afán individual de poder, la espesa burocracia que deben atravesar, su temor al control, su rechazo al cambio, y su incomprensión de cómo funciona la iniciativa privada, pasa que cuando actúan de forma solitaria, son arbitrarios, y la mayoría de las veces terminan traicionando al contribuyente que dicen servir.
El diálogo entre el estado y los contribuyentes tiene que afirmarse sobre realidades, no sobre mitos. Y por eso, de alguna forma, debemos reemplazar este término tan usado de diálogo público – privado, porque justamente le atribuye el valor de lo público a un estado compuesto de seres humanos falibles y vulnerables. Público y Estatal no son sinónimos.
La realidad, por el contrario, nos dice que el aporte público del sector privado es clave para el país, no solo en términos económicos sino en términos de innovación, tecnología, eficiencia y responsabilidad social. Su opinión cuenta y debe ser tomada en cuenta, mucho más.
La realidad nos dice que si el estado promueve la generación de riqueza, el crecimiento de las empresas, su libertad para competir, crear, crecer, podrá recaudar más impuestos y con ellos invertir en servicios públicos de calidad, y cumplir su legítimo rol público.
Pero la realidad también nos dice que la mayoría de veces quienes frustran este diálogo no son los funcionarios que están en la base -los técnicos-, sino los políticos en la cúspide, con sus asesores, que deciden sobre la base de cuánta popularidad les darán sus decisiones, qué consecuencias legales pueden traerles, o sabe Lenin qué agenda ideológica. En esa cúspide, todos ganan un sueldo elevado (hoy, en promedio, mucho más alto que en el sector privado), tienen calidad de vida para sus familias, buen colegio, muy buenos seguros de salud, una casa y entretenimiento, manejan enormes presupuestos para consultorías, y se apegan a cuotas de poder que les permiten cruzar líneas muy sensibles, interviniendo incluso en otros poderes… Mientras, el emprendedor, el administrado, nosotros, nos buscamos la vida a costa de riesgos, vacas flacas y dificultades. ¿Es esto justo?
Este modelo de diálogo basado en el mito de una supuesta superioridad moral del estado, no funciona y no es justo. No existe un tal sector público frente a un sector privado. Existe un interés público al que todos, empresarios, políticos y funcionarios del estado debemos apuntar.
Hace años que no tenemos reformas estructurales. Ya caímos en la famosa trampa del ingreso medio. Carecemos -como país, en conjunto- de innovación, formalización, visión a largo plazo; y aunque estado, gremios, ciudadanía y empresa se sientan en la mesa, nada ocurre. Es tiempo de cambiar la estrategia.
La del cierre. Mañana Contribuyentes del Perú y la Fundación Naumann organizan el primero de varios conversatorios, en el que reflexionaremos sobre la urgente transformación digital que el estado debe atravesar, en diálogo con el sector empresarial. Tendremos panelistas de primer nivel y un propósito real: posicionar el tema en el debate público y llevar propuestas concretas a congresistas, bancadas y candidatos al 2021. Trataremos de hacer las cosas de otra manera. 8.30am en el Hotel Crowne Plaza, esquina de la avenida Benavides y la Calle Colón. Se llevarán una grata sorpresa. Están todos invitados.