Observando la bola de nieve...
El día sábado un grupo de personas realizó una protesta contra el feminicidio. Legítima iniciativa, si es que su intención hubiera sido tan altruista. Lo que la prensa no contó es que también quisieron agredir a los católicos que iban a entrar a misa en la parroquia que está en el mismo parque Kennedy. De hecho, la misa tuvo que ser cancelada. La protesta de pañoletas verdes, ojo, no solo era de denuncia, era también de intolerancia, pero nadie dijo nada. Lo que tampoco se dijo fue que un grupo de mujeres y hombres, feligreses ellos, formaron un cordón humano para que los protestantes no ingresen a la iglesia, sabe Alá, Jehova, Jesús o Meishu Sama, con qué intenciones y para qué fines.
Pasó también desapercibida la utilización de niños en edad escolar en una marcha el día viernes por la tarde en la plaza San Martín. Agitadores universitarios y no universitarios vistieron también con pañoletas verdes a unas cuentas decenas de niños para protestar contra del precio de los pasajes del transporte público. Sí, contra esos pasajes que -cuando se trata del Metropolitano o los corredores viales- no suben justamente porque la Municipalidad no deja que suban, o esos pasajes que son simplemente vendidos por rutas comerciales informales o formales que de “públicas” tienen poco. Los agitadores presionaron y presionaron a la policía, quien se mantuvo inalterable, hasta que un efectivo lanzó mal una bomba lacrimógena para dispersar a los manifestantes, que sin permiso y con niños de por medio, querían llegar a la Defensoría del pueblo.
Ambos eventos, que con un tamiz mucho más pacífico no tendrían nada de malo, no pasaron a mayores pero a mi parecer confirman dos cosas: primero, hay grupos intolerantes, organizados y con recursos, ansiosos por prender el fósforo en la gasolina. Los pañuelos verdes no son casualidad. Un amigo mío chileno que caminaba por la mencionada parroquia me contó que al escuchar los gritos y las arengas, no podía más que sentir el mismo miedo y angustia que había sentido las últimas semanas en Santiago.
En segundo lugar, es evidente que la fuerza la tienen hoy grupos de izquierda, socialistas y progresistas. Grupos que hablan de libertad, pero solo valoran la suya. Hablan de cambio y reforma, pero se arrogan el derecho de decir por qué, cómo, cuándo y para qué los quieren. Finalmente, estos grupos hablan de abusos e indignación, como si el enemigo estuviera en casa, como si en este país, hubiera víctimas y enemigos.
Y yo me pregunto, ¿quiénes son los enemigos de estos grupos, organizados y estructurados? ¿Los católicos? ¿Los empresarios? ¿Los hombres? Porque si bien es cierto, deben haber católicos, hombres y empresarios bastante criticables, me cuesta creer que todo aquel que enarbole las banderas del progresismo sea un ser inmaculado y santo. ¿Así queremos dividir al país? ¿Entre buenos y malos? ¿Es ese el reflejo de un proyecto republicano o liberal?
Generalmente, a lo largo de la historia, el mito del colectivo o la minoría víctima se construye justamente con la intención de legitimar que el poder debería ser captado por ellos mismos, por encontrarse en la “periferia” (Toynbee). Su ser “víctimas” y su supuesta superioridad moral les da la también supuesta legitimidad para decir que son ellos los que deberían renovar la clase política o, inclusive, insertarse en el sector privado, también para renovarlo. Su agenda, legítima en partes quizás pero siempre autoritaria, termina siendo victoriosa cuando la elite no tiene respuesta, y se queda quieta, se apaga, obesa, grasosa, con miedo.
La historia es sabia. Al final del día, si en algo Marx tenía razón, era que la historia de la humanidad era una constante dialéctica entre grupos de poder. Lo que no dijo Marx, era que el oprimido ubicado en la periferia de hoy muchas veces resulta ser el opresor ubicado en la élite del mañana y que el poder como herramienta para imponer una ideología única, un lenguaje único, una ética única, es lo peor que el ser humano puede permitir.
A mí entender, el liberalismo es bastante sensato cuando propone un estado pequeño (muy pequeño), o de tamaño moderado. Lo hace porque entiende que mientras más poderoso sea el estado en sus leyes, regulaciones, normas o en su capacidad de tipificar de delitos actitudes humanas, lo único que se logra es convertirlo en un apetitoso potaje, una presa atractiva, un botín de primera calidad, para aquellos que quieren tomar las riendas de la vida de los demás. Ojo con la bola de nieve. Viene por la izquierda, no por la derecha.