Informalidad y riesgo ético
¿Cansado de miles de artículos, observatorios, o estudios que hablan del problema de la “informalidad” y proponen soluciones tributarias, laborales, o legislativas y de otros tantos ámbitos de la política pública? Yo también.
Cada vez me convenzo más de que el camino para atacar la informalidad es otro. Lo que nosotros tenemos es una cultura informal en la que ricos y pobres, jóvenes y viejos, socialistas y liberales, rompen compromisos, mienten, falsean la realidad, confunden con mensajes ambiguos, discriminan sutilmente, son indiferentes, egoístas o cambian de postura como de ropa interior, aun sacrificando la verdad y la evidencia.
La informalidad “legal” nace de una informalidad ética. La informalidad legal, además, nos coloca en una situación de “riesgo ético”, porque nos hace obrar fuera de la comunidad, fuera de un orden en el que todos debemos pensar en el otro, no solo en nosotros mismos. Y evidentemente hemos caído en este riesgo histórica, sistemática y constantemente. Pero ser informal o estar fuera de la comunidad no significa estar fuera de la ley, solamente.
El informal puede pagar impuestos. Es más puede tener a todos sus trabajadores en planilla y andar de saco y corbata a reuniones, tranquilo con su situación legal. Pero este informal que pierde la conciencia ética bastante seguido, al final del día no se interesa en los demás, y aunque cumple con las reglas básicas que el estado le pone, el resto del tiempo no se compromete con quienes lo rodean sino que vive tratando de complacer sus deseos y caprichos, aislado de la realidad.
Y este informal no tiene un estereotipo definido. Puede ser un funcionario público, un empresario, un periodista, un analista político, un economista, un abogado, un consultor, una ama de casa, un o una policía, un socialista o un liberal, repito. Su proceder es el descrito líneas arriba, rompe los principios éticos para hacer lo que le da la gana.
Así, esta cultura informal en términos éticos trasciende los linderos legales, los supera y los traspasa constantemente. Y es alimentada por ambos, el estado y el empresariado. Por un lado, el estado se llena de poder y dinero, generando espacios de corrupción y malgasto. Además, ahuyenta a la gente buena complicando sus vidas, generándole cargas, barreras burocráticas, obstáculos, miles de trámites, y se roba o usa mal su dinero.
El empresariado por su parte, lo hace pagando la cuenta de estos fulanos que se esconden muchas veces debajo de un discurso ético de fachada y una buena pinta para proceder por ambición, figuretismo, o simplemente por diversión. Los contratan, les piden consultorías, les firman el cheque para sus aventurillas intrascendentes y sin propósito.
En conclusión, y hecha la catarsis en un contexto tan complicado en el que nadie se salva de ser juzgado, en primer lugar nadie asume que debemos ser perfectos o que no hayamos cometido errores. Pero en segundo lugar, debemos entender que no habrá formalidad legal sin unidad de ideales y de valores. No habrá formalidad legal sin ética. No habrá formalidad sin la puesta en práctica inmediata de valores como la generosidad, la solidaridad o el compromiso desinteresado.
Cualquier debate sobre la formalidad en términos tributarios, laborales o de política pública se debe encuadrar en la existencia innegable de esta cultura informal generalizada, profunda y transversal, por la cual abandonamos la ética y los valores para priorizar nuestros caprichos personales, nuestro egoísmo, nuestro individualismo.
Es esta “superestructura” lo que debemos eliminar y combatir, y para ello se requiere reconciliación, paz y paciencia, mucha paciencia.