¿No hay Perú sin caudillos?
Suelen tener los caudillos corta vida (si vemos la historia de manera larga y paciente, como debe ser) y su proceso de nacimiento, apogeo y caída tiene casi siempre las mismas etapas. La idea es no buscarlos. La idea es que no aparezcan.
(1) Llegan -o son puestos en el escenario- en tiempos de crisis. (2) Siempre por la fuerza y adornados con mensajes mesiánicos, resuelven el problema coyuntural que afronta el país. (3) Son capturados por una élite que a la postre resulta ganadora. (4) Posteriormente impulsan reformas que perpetúan su poder, favorecen a sus auspiciadores, o al menos allanan el camino para que terminen como héroes. (5) Su fin es patético (en el sentido literal de “sufrido”), la mayoría de veces: llega otro caudillo o el péndulo oscila, con lo cual el mesías criollo termina en la cárcel, solitario, o simplemente derrotado por un nuevo oportunista.
Dada esta lógica, se puede entender que el caudillo no sea un estadista, no puede serlo. Él es un cinche; ese personaje andino que pelea una batalla por contrato o acuerdo a favor de otro ayllu, y luego regresa a su pueblo, hasta que un nuevo contrato se presenta. No tiene, por tanto, mirada de largo plazo, profundidad en el análisis, criterio propio o doctrina de fondo. No se le puede poner ni a la izquierda, ni a la derecha, ni al centro. Se acomoda de acuerdo a la secuencia que describimos: resuelve eficazmente un problema (o lo que un sector piensa que es un problema), es conquistado por una élite de poder que se encarga de ensalzarlo por un tiempo, cambia las reglas de juego a su favor o a favor del grupo que lo captó, y luego desaparece porque deja de ser útil.
En Perú esta dinámica se ha repetido en varias oportunidades y la lógica es idéntica, automática. Sin contar a los numerosos caudillos de la “República inicial” (1821 – 1845), líderes como Castilla, Cáceres, Piérola, Leguía, Sanchez Cerro, Odría, Velasco, Fujimori cumplieron con todos los requisitos y pasaron por todas las etapas. Y, bueno, ya saben… Nada ha cambiado.
Y por eso, lamentablemente en nuestro país no podemos hablar de cuál fue el “antídoto” contra el caudillismo, porque reaparece cíclicamente. La historia nos lo demuestra. De hecho, si contamos las distancias entre Sanchez Cerro, Odría, Velasco, Fujimori, solo 20 años los separan, casi como en un ritual.
Lo que permitió que Sanchez Cerro (1930) se convirtiera en un héroe fue que nos salvó de Leguía y supuestamente del “aprismo socialista” que crecía y ganaba adeptos. Las élites de la época lo enamoraron, creó un partido bastante sólido, y ganó las siguientes elecciones de manera contundente. Provinciano, mano dura, clase media. Reunía los requisitos perfectos. Su final, sin embargo, fue abrupto y trágico. Polémico aún.
La excusa que permitió que Odría (1948) se convirtiera en un héroe fue que nos salvó de la pelea continua entre un débil Bustamente y Rivero y el congreso de la época, y (por supuesto) del fortalecimiento del comunismo y el aprismo (para variar). Odría se convirtió en un presidente “popular”, sus obras son recordadas incluso hoy, pero no dejó de estar vinculado a un grupo de poder (el mismo que el de Sanchez Cerro, dicho sea de paso), y su autoritarismo y las prácticas persecutorias que implementó fueron harto conocidas.
Velasco Alvarado (1968) transitó el mismo sendero: la página 11, los abusos de la aristocracia, las corporaciones internacionales, la desigual propiedad de la tierra, todo había tocado el límite. Necesitábamos un nuevo redentor. Su dictadura nos hizo participar de la obra de teatro que se representaba en toda Latinoamérica. ¿Qué elites lo captaron? Una lista exclusiva de líderes y académicos socialistas que enseñaban en la Universidad Católica o San Marcos. Velasco tuvo sus ideólogos y su propia élite. No se confundan. No fueron los hacendados, quizás, pero muchos empresarios y académicos se colgaron de su proyecto. Algunos aún lo recuerdan con nostalgia.
Finalmente, Fujimori (1990). No hay que contar la historia de nuevo. Terrorismo, hiperinflación, pobreza, nuevas luchas entre el Congreso y el Ejecutivo, un país aislado, sin capacidad de acceder a créditos internacionales, sin inversiones, absolutamente informal, sin instituciones ni recaudación. Y la misma receta que en los demás casos. Llega en medio de una crisis. Resuelve el problema de forma autoritaria. Se alía con una élite (en el caso del “chino”, con un empresariado mercantilista y corrupto), y luego cae por su propia soberbia, esa que caracteriza al caudillo, sea del siglo XIX, del XX o del XXI.
Concluyo. Lamentablemente -repito- en nuestro país no podemos hablar de cuál es el “antídoto” contra el caudillismo. La idea es que nuestro actual presidente no se convierta en uno y no veo otra forma de salvarlo a él mismo de este destino fatal, que garantizando un natural y sólido balance entre poderes del estado, bien estructurado y calculado en la Constitución, documento que -aunque es un simple papel como toda ley positiva, hija de la ilustración- no debería ser manoseado o manipulado por el poder político de turno.
¿Cómo logramos que este balance vuelva? ¿Cómo logramos que el siguiente congreso sea independiente? ¿Cómo logramos que se centre en reformas técnicas, basadas en evidencia que conviertan al país en uno más productivo, competitivo, transparente, eficiente? ¿Cómo logramos que las instituciones y el orden prevalezcan sobre los intereses particulares y los caudillos?
Todos tenemos una gran responsabilidad en este objetivo. Ciudadanía y empresarios. El problema es que es una tarea acelerada que tiene un plazo de 4 meses, porque si no hacemos algo hoy mismo, ni bien entremos al 2020, podríamos ver o cómo se hace más honda la crisis, o cómo se remueven las estructuras que nos han permitido crecer y desarrollarnos, o…. cómo se confirma que otra vez estamos frente a una secuencia caudillista, algo más elegante y velada, pero de la cual ya deberíamos liberarnos. Hace rato.