Hyde & Bundy: deconstruyendo al estado moderno
Siempre me llamó la atención la novela “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”. La leí hace poco. Jekyll es un científico ambicioso, profundo, que crea una poción que le permite separar su lado “noble” de su lado “maléfico”. Cuando la bebe, se convierte en Edward Hyde, un criminal capaz de cualquier atrocidad. Pero la poción vino después. Él ya había descubierto la dualidad en su interior y solo quería separar las partes porque tenerlas juntas le causaba un gran dolor. ¿Por qué no dejar que ambas personalidades vuelen libres gracias a la ciencia?
“…Pero a pesar de mi profunda dualidad, no era en sentido alguno hipócrita, pues mis dos caras eran igualmente sinceras. Era lo mismo yo cuando abandonado todo freno me sumía en el deshonor y la vergüenza que cuando me aplicaba a la vista de todos a profundizar en el conocimiento y a aliviar la tristeza y el sufrimiento…” (Jekyll, capítulo 10)
Por otro lado, fui a ver hace poco también la nueva película sobre Ted Bundy, uno de los criminales norteamericanos más famosos. La disociación a la que llega el sujeto entre su saludable vida familiar y su oscura vida asesinando estudiantes, no solo está bien expresada en la cinta; sino que contrastada con escenas reales de su vida, genera esa sensación de abismo y miedo por reconocer lo complejo, peligroso y paradójico que es el ser humano.
“El asesinato no se trata de lujuria y no se trata de violencia. Se trata de posesión. Cuando sientes el último aliento de vida que sale de la mujer, te fijas en sus ojos. En algún punto, es ser Dios…” (Bundy)
En ambos casos, uno ficticio y uno real, se manifiesta esa escalofriante dualidad presente en cada uno. Por un lado, tendemos al bien, a la verdad y a la belleza, y por otro, hay algo en nosotros que nos arrastra hacia abajo, a la oscuridad.
Y si los seres humanos somos así, lo que construimos también. Tribus, civilizaciones, instituciones, empresas, comunidades, iglesias, todas están teñidas de nuestra humanidad ambivalente y paradójica.
Esto aplica para el estado moderno. El estado moderno es en mi opinión la construcción esquizofrénica más poderosa e incontrolable de la historia. Tal como la Torre de Babel, se alza sobre las nubes mientras sigue creciendo sin parar. Millones de pequeños burócratas y súbditos -estos últimos llamados equivocadamente emprendedores o ciudadanos- cargan y cargan ladrillos para eternizarlo… Leyes, normas, impuestos, tasas, trámites, papeles, procesos, y políticos sonriendo y levantando la mano hipócritamente, son la decoración de esta amorfa estructura que reemplazó el rol de Dios a inicios del siglo XIX.
Con ese poder, el estado se comporta con nosotros, un poco como Bundy o Hyde. Nos muestra su rostro suave y convincente, nos habla de promesas, de democracia, de paz, de desarrollo social, de competitividad, productividad, de lucha contra la corrupción… Dios, ¿de qué no nos habla y qué palabra bonita no usa? Pero en realidad, esas palabras solo son el brillo de la manzana que un grupo de poder nos quiere entregar, la cáscara de un fruto compuesto por intereses particulares y mecanismos grises, que sirven automáticamente para ajustar las sogas y cadenas con las que sutil o descaradamente nos controlan.
Los ideales “del estado” entonces, son del tamaño de los ideales de quienes tienen el poder y del tamaño de los intereses de quienes quieren sobrevivir mamando de él. El estado es una impersonal herramienta, propiedad de quienes convencieron a los demás de que tenían la razón, y la usan para destruir a los que no están de acuerdo. Al imponer las reglas de juego, tiene agarrado del cogote incluso a los más poderosos. Y tal como en las cortes antiguas, el estado, sus ideólogos y los empresarios conviven tensamente, entre sonrisas y fiestas, intrigas y negociaciones ocultas.
Lo grave es que, dada su propia naturaleza y su rol utilitario (dos realidades aparentemente contrapuestas), es muy difícil detener su crecimiento o adelgazarlo sin que todo se derrumbe y los grupos de poder pierdan la oportunidad de imponer sus preceptos. Los ideólogos lo sostienen con derechos y argumentos inventados con el fin de convertirse en la casta sacerdotal de hoy. Los empresarios pagan su cupo para que los grupos de poder dentro del estado no los toquen, les den contratos y los sacerdotes aplaudan. El dinero es el aceite que lubrica las máquinas constructoras, la ideología, el discurso que justifica sus actos.
Entender que el estado moderno es una entidad utilitaria controlada por grupos interesados de seres humanos, que no son santos o iluminados sino que tienen los mismos problemas que nosotros (o peores), es el primer paso para saber cómo aproximarnos a él, qué exigirle y hasta donde permitir su injerencia en nuestras vidas. Tenemos que saber quién está detrás, y esto es muy difícil, siempre lo fue.
El segundo paso es entender que el discurso y las palabras que sus supuestos líderes usan para convencernos son simplemente la captatio benevolentiae de la obra que quieren montar; una obra en la que generalmente florecen leyes, normas y regulaciones que nos ponen más restricciones, cargas o impuestos, acordes con una ideología de turno, llena de recetas obligatorias.
Si no analizamos al estado fríamente, si no entendemos que está en su naturaleza controlar y suprimir libertades, si no identificamos quienes lo controlan, tendremos los ojos cubiertos, al menos parcialmente. Hoy en día, finalmente, con la aceleración de la vida humana gracias a la tecnología y el consumo, su proceso de engorde es frenético y la velocidad de crecimiento del estado es inversamente proporcional a la velocidad de crecimiento de la libertad. Somos mucho más esclavos que antes y esta vez no le podemos echar la culpa al poder divino, la religión o al absolutismo.
El estado que nos ha tocado afrontar, finalmente, no solo produce más normas contra la libertad económica o la propiedad privada, también arremete contra la libertad de conciencia, la libertad educativa, cultural, religiosa, contra las tradiciones, y muchos otros valores basados en una antropología trascendente y humanista. Somos mas ricos que antes, solo materialmente. Pero no estamos caminando a ser más libres. La tendencia es opuesta y el fortalecimiento de la burocracia, la proliferación de reglas externas, el populismo, y el auge de ideas contra la naturaleza humana, la tradición y la empresa privada en casi todo el mundo, son una pésima señal o un flagrante síntoma que lo confirma.