El pacto perverso (o lo que Hobbes no pudo ver)
Recuerdo que estudiando en la universidad llegó a mis manos una edición del “Leviatán” de Thomas Hobbes que tenía en la tapa un monstruo cubierto de ojos. Escalofriante pero increíble. Lo recuerdo perfectamente, representaba al Estado: esa construcción humana que reduce nuestras libertades para garantizarnos supuestamente una convivencia en paz, debido a nuestra naturaleza racional y egoísta.
Pensando en el desempeño de este confuso monstruo con respecto a la convivencia pacífica, lo cierto es que las cosas no han cambiado mucho desde que se volvió fuerte. Con las ideas de Hobbes en la mochila y los escritos de otros tantos filósofos y pensadores, el siglo XX y lo que va del XXI han atestiguado un número de guerras y conflictos entre estados muy superior al de cualquier otra época de la historia.
No ocurrió lo mismo con la prosperidad económica. A pesar de tanta violencia, ésta ha sido muchísimo mayor en los últimos 150 años que en los anteriores 1000. Evidencia sobra. Pero esto no se debió al Leviatán. Se debió al emprendimiento privado y a la innovación que generó. Ford no fue un burócrata. Tampoco lo fue Disney. Menos aún Gates, Jobs o Musk.
Cuando el estado moderno -encarnado en el comunismo soviético- quiso apropiarse de lo que había logrado la innovación del emprendedor y reemplazarlo, fracasó dejando a su paso pobreza y millones de muertos. Lo mismo pasó aquí en el Perú -sin tantas muertes felizmente- con el general Velasco. Su discurso nacionalista y su proyecto socialista nos dejaron quebrados. Y lo mismo pasó con cada país que intentó establecer un modelo para que el estado fuera el empresario o el ente que controla la economía de forma centralizada.
Pero esto lo sabemos. Y aún así, tenemos que lidiar con este armatoste complejo, pesado y viscoso, y decidimos usarlo convenientemente para que atienda nuestros intereses.
¿Por qué existen tantos grupos de poder detrás del control del estado? ¿Por qué tantos gremios, sindicatos, organismos multilaterales, ONGs, y periodistas quieren marcar el rumbo del gobierno? ¿Por qué es tan importante tener bajo control la vida privada y pública de los funcionarios? ¿Por qué vale tanto que los “analistas” y consultores tengan llegada con las autoridades? ¿Por qué existe el lobby?
Porque gracias a Hobbes, Rousseau y otros tantos notables, le dimos vida eterna al estado (ya no lo podemos eliminar) y le permitimos ser quien pone las reglas de juego (o tomar nuestros derechos individuales para convertirlos en derechos civiles, como si el resultado fuera mejor).
Eso sí, si eres pobre o un ciudadano “de a pie”, el sistema estatal es tu enemigo; y si alguien percibe que empiezas a tener llegada a él, buscará destruirte. Si tienes poder, en cambio, el Leviatán es un instrumento, una máquina, una bestia por domar. Se doma con dinero, con información, con miedo, con violencia, con las mismas armas que él usa para someter a los seres humanos.
Con todo este contexto, en una sociedad saludable, tanto el ciudadano como el emprendedor deberían fiscalizar con agudeza al estado. Toda su desconfianza y sospecha deberían estar puestas en él y en sus funcionarios, porque tienen infinitos incentivos para usar mal el dinero, corromperse o beneficiar intereses particulares, y poquísimas motivaciones para hacer las cosas bien.
Pero esto no ocurre. Y creo que la razón está en que el estado ha acumulado tanta riqueza, que se ha vuelto indispensable. Y ciertamente lo es, pero a veces pienso que los servicios que da (y cada día quiere dar más) son una excusa para justificar su existencia y le sirven al político para cubrirse de un falso halo de santidad o ganar popularidad. El Leviatán es un falso “papá bueno” que alimenta a sus hijos usando el dinero de otros, y muchos empiezan a creer que genera riqueza, o que está muy bien que la administre.
Y entonces el círculo se cierra. Un pacto perverso se firma sin que nos demos cuenta. Lo firman un estado grasoso y un ciudadano que lo felicita por su obesidad. “Que el estado se encargue de todo, pero con el dinero de la empresa, que paguen ellos”, parece ser la máxima de esta alianza invisible en la que participan sin querer o queriendo, muchos actores, y a veces nosotros mismos.
Creo que el rol que ha asumido el empresariado en estos últimos 150 años amerita su exposición y vulnerabilidad en esta coyuntura crítica. Hoy el empresario es un actor público, en el más estricto sentido de la palabra. Con el trabajo y el valor que genera, posee la llave del desarrollo, es el motor de la economía, dependen de él millones de vidas. Pero no siempre juega el partido de la mejor manera.
¿No hay corrupción acaso en las licitaciones entre privados? ¿No es verdad que la mayoría de grandes empresas le paga a sus proveedores en plazos descaradamente amplios? ¿No ocurre acaso que muchas veces la calidad de sus productos, su tamaño, su durabilidad no es proporcional al precio que piden? ¿No ponen mil trabas y letras pequeñas para darle poder al consumidor y dos o tres letras grandes para quitárselo? ¿No es cierto que muchos empresarios cuando “actúan” como ciudadanos, rompen reglas, tratan mal a la gente, abusan de quienes tienen menos, y se comportan como unos patanes? Sí.
Pero con todo, su “nivel de perversión” no tendría por qué ser mayor que el del burócrata, sabemos que los malos empresarios son la minoría. El punto está en lo siguiente: mientras al empresario podemos atacarlo públicamente, difamarlo y “eliminarlo” si es que no quiere pagar la cuenta, al burócrata no. Al primero le quitamos el dinero, y si no quiere dárnoslo, pues lo matamos. Al segundo tenemos que cebarlo para que nos sirva de algo, porque aunque cambia de nombre, nunca muere.
El pacto perverso se traduce en esta dinámica: los sindicatos y grupos anti-sistema usan a los pobres como excusa, aún cuando no les importan; los académicos anti-empresa también los usan y para colmo viven una vida burguesa sin saber lo que es hacer empresa; las nuevas generaciones que estudiaron gracias a que sus padres tuvieron cierta libertad económica no entienden que la base para cualquier libertad civil está en la libre competencia y, los políticos, que quieren sobrevivir quedando bien con todos estos grupos, presionan al empresario a seguir generando riqueza y a pagar más impuestos aun cuando las reglas de juego sean opresivas.
¿Quién gana con este pacto? Gana el que tiene poder para controlar al estado e imponer su agenda. Gana el informal que goza de servicios gracias a los impuestos ajenos. Ganan los organismos multilaterales que usan el dinero de otros para implantar una receta ideológica específica. Yo no veo que ganen los pobres, los desamparados, los que menos tienen… No. Ganan los que tienen.
¿Quién pierde? Pierde el ciudadano que no tiene poder para hacer oír su voz frente al sistema; pierde el pobre, porque nunca tendrá la oportunidad de ascender socialmente; pierde el emprendedor formal porque no podrá seguir creciendo ni innovando, pierde también el gran inversionista, formal y honesto; y finalmente y a la larga, pierde todo el país, porque la riqueza tiene un solo origen: la innovación, el trabajo, la productividad y el intercambio libre basado en el potencial creativo individual y grupal de los seres humanos.
¿Qué hacer? Cambiar la mentalidad de tanta gente acostumbrada al paternalismo estatal es imposible si la misma empresa no se compromete con este fin. Lograr que, para empezar, sus trabajadores entiendan que la libertad económica es la base de la prosperidad, sería un muy buen comienzo. Sería genial además que, así como dedica inmensos recursos para promover la igualdad de género y el cuidado del medio ambiente, también promueva la libertad empresarial públicamente en alianza con la universidad, la prensa, centros de investigación, y por supuesto se comporte éticamente con todos sus aliados y proveedores. Por aquí nos llevan las señales a mediano plazo al menos. No hay otro camino.