Santana: el anti-apóstol
En noviembre del año pasado, conocí a quien decía ser uno de los asesores del pastor Alberto Santana. No sabía nada de “El Apóstol”. Esta persona me contó que el dinero para comprar Matute lo habían recolectado principalmente de sus fieles, porque Dios quería que ese lugar se convierta en un templo. Por eso, cuando los seguidores de este personaje tomaron la explanada del coloso blanquiazul, volvieron a mí todas las imágenes de aquella conversación que, honestamente, había hundido en el olvido.
Y creo que hay un enfoque importante para abordar este escándalo, uno algo incómodo pero inevitable. En mi opinión el caso de este millonario pastor evangélico es un reflejo de dos procesos que observamos hace tiempo y que, aunque nadie ha demostrado que tengan alguna relación de complementariedad, siguen tendencias similares: 1) la disociación entre crecimiento económico y desarrollo institucional y 2) el crecimiento notorio del movimiento evangélico.
En cuanto a lo primero, la forma en que Santana obtuvo las propiedades de posesión aliancista, el intento violento de invasión de la explanada, las declaraciones de su abogado (“¿acaso cuando usted es dueño de una propiedad, usted pide permiso para entrar?”), y la evidencia de que sus miles de fieles además de ser activos “donantes” de su Iglesia (vaya usted a saber quién controla tanta liquidez), aplauden sus acciones y palabras déspotas, son señales elocuentes de que en el caso de Santana, su crecimiento económico está totalmente disociado de su respeto por la legalidad y los valores de la libertad y la democracia.
En cuanto a lo segundo, Santana es un reflejo también de que el movimiento evangélico no solo gana más adeptos (comparado con los resultados del censo de 2007, para el 2017 la población que profesa la religión evangélica aumentó en 25,3% y su tasa de crecimiento anual supera el 2.3%), también gana más dinero.
Sin embargo, “El Apóstol” no es el único pastor o líder de una institución evangélica con un poder económico tan grande. Los líderes de Agua Viva, el Movimiento Misionero Mundial y otras empresas o asociaciones civiles religiosas gozan también de un crecimiento tremendo, y tienen dinero suficiente como para armar partidos políticos.
¿Qué les puedo decir? Creo en la libertad religiosa y en la libertad de conciencia. Respeto que haya peruanos que decidan darle el 10% de sus ingresos a una causa que consideran justa y respeto mucho la devoción y el fervor. Lo que no puedo aceptar es que un grupo creciente de peruanos “creyentes” obedezca ciegamente las reglas de un “apóstol” de conductas intolerantes y autoritarias, pero no quiera respetar las reglas de juego más básicas del sistema.
¿No es acaso gravísimo que una persona que se presenta públicamente como una figura religiosa -y por ende mucho más sensible frente al discernimiento moral- ataque una propiedad privada que tiene un valor cultural y religioso para millones de peruanos?
Finalmente, aunque reitero que no trato de buscar algún tipo de relación causal o de integración entre los procesos que menciono, algunos datos muestran que el ámbito rural es el caldo de cultivo de ambos procesos. La ruralidad permite que la informalidad actúe con más potencia (96% de la población rural vive en la informalidad según el INEI, 2017), y es también el espacio en el que este tipo de sectas tiene mayor arraigo e impacto (19,4% de la población rural es evangélica, frente al 12,8% de la población urbana, según el INEI, 2017).
En conclusión, Santana es a mi entender el peor “apóstol” que puede tener la comunidad creyente del país. Sus intereses políticos, el misterioso imperio económico que ha construido, su posición homofóbica y su prepotencia pública, le hacen un daño incalculable a quienes defienden la fe, porque instalan en el imaginario la inferencia de que las instituciones religiosas quieren pasar o pueden pasar por encima de la ley.