Ética y ciudadanía: de vuelta a casa
El día de ayer Richard Webb y Eduardo Gastelumendi nos regalaron dos artículos con una perspectiva muy útil para abordar el problema de la corrupción.
Webb se valía de un estudio realizado en Estados Unidos en el que se concluía que eran las personas más acomodadas las que escondían sus ingresos, robaban en súper mercados y hacían trampa en los juegos, con más frecuencia que aquellas que tenían menos recursos. Para Webb, ni el más fino control estatal ni el currículo cívico más sofisticado son suficiente para transformar la conciencia de las personas, dado que ésta se forma en el hogar, no en el colegio o en el ámbito laboral.
Para Gastelumendi, por su parte, todo empieza en la relación del niño con su padre, también en la casa. En sus primeros años de vida, niños y niñas maman de la figura paterna las actitudes éticas más importantes. El “aparato ético” de nuestros hijos se construye esencialmente en los primeros 5 años de vida, nos dice, y así como la corrupción nace en casa, los valores también. “En una palabra”, afirma, “padres respetuosos generan hijos respetuosos y con conciencia social”.
Pero esto, querido lector, de alguna forma ya lo sabíamos. Lo mencionamos una y otra vez cada vez que hablamos del tema con amigos, familiares o colegas. Es una evidencia que nos salta en la cara pero que no logra aterrizar en alguna política pública concreta.
¿Por qué? Por un lado, el Estado nunca fue ni es competente cuando trata de reemplazar a la familia, menos cuando trata de influir en ella. El Comunismo se encargó de estampar esta verdad con sangre a lo largo del siglo XX. Pero por otra parte, es evidente que muchos especialistas tienen miedo de usar la palabra “Familia” cuando se debate algo público. Sería imposible explicar el debate ideológico que está en la base de este fenómeno, pero lo cierto es que hoy más que nunca, cualquier familia es necesaria para construir una sociedad menos egoísta, mediocre y mañosa.
Y así, por escaparnos de la casa, nos hemos dedicado a i) armar y desarmar el cascarón político, ii) poner más controles burocráticos, o iii) reforzar el carácter “formativo” de la escuela pública elaborando currículos con una serie de enfoques que finalmente siguen siendo el producto de un análisis de gabinete.
Tenemos que volver a casa. Tenemos que pensar de nuevo en la familia como una unidad que merece la atención del Estado. ¿Pero cómo puede el Estado ayudar a la familia a formar niños y niñas con conciencia cívica y social? Para empezar, podría articular políticas públicas en torno al hogar y no en torno a sus componentes individuales. Hoy en día miramos al niño, a la mujer, al joven o al adulto mayor como unidades aisladas, pero resulta que duermen en la misma casa, comparten las mismas raíces, valores y las mismas opiniones sobre los temas más fundamentales.
En segundo lugar, es tiempo de apostar por una relación cercana entre el Estado y el padre de familia (también ciudadano y contribuyente). Y esto se puede lograr a través de las nuevas tecnologías. Cualquier padre estaría interesado en contar con aplicaciones que le faciliten elegir al mejor colegio, al mejor hospital, pagar impuestos, realizar trámites municipales, saber dónde puede cuadrarse o qué calle está en reparación, encontrar espacios de entretenimiento sano para sus hijos, etc. Si nuestros hijos ven que cumplir la ley es fácil, que nos llevamos mejor con el Estado y que hablamos bien de él, ¿cómo podrían ser peores ciudadanos que nosotros? La tecnología puede ser muy útil para reconciliar al ciudadano con el Estado, impulsando al primero a cumplir sus obligaciones y reprimiendo al segundo de utilizar su poder para abusar de él.
¿Volveremos a pensar en la familia como una unidad? ¿Dejaremos los debates ideológicos a un lado y aprovecharemos su condición de célula básica para promover valores? ¿Empezaremos a apostar de verdad por la tecnología para fortalecer la relación entre el Estado y los ciudadanos?