La revolución acaba devorando a sus hijos
“Nada bueno viene jamás de la violencia”, afirmó alguna vez el histórico reformador Martín Lutero. Y la contundente máxima es de aplicación universal. Vale cuando tratamos a nuestros familiares más cercanos, a nuestros colaboradores o nuestros vecinos; cuando escribimos un artículo, cuando hacemos negocios, y sobretodo cuando proponemos reformas en el Estado, o salimos a marchar a las calles.
La Historia, por su parte, nos ha enseñado varias veces la legitimidad de esa máxima. La comparación entre las transiciones republicanas en Perú y Brasil son un ejemplo bastante didáctico. Las provincias portuguesas no necesitaron una guerra para liberarse de La Corona Lusa. La transición fue pacífica, e incluso en sus primeros años como Imperio, el nuevo estado brasileño llegó a ser gobernado por un consejo en el que sus tres principales representantes fueron un conservador, un liberal, y un miembro de la Armada. El desarrollo brasileño recién reluce a partir de la década del treinta del siglo XX, pero se cocina a fuego lento en la estabilidad del XIX.
Las guerras de Independencia en Perú, por el contrario, constituyeron una guerra civil. Una guerra civil militar, racial, social y mental, en la que nos peleamos entre hermanos y gracias a la cual, tuvimos más de 10 caudillos en los primeros 25 años de República, la esclavitud no se abolió sino hasta 30 años después de la idílica declaración de San Martín, derrochamos los ingresos del Boom del Guano, perdimos la Guerra del Pacífico, con territorio y compatriotas, y llegamos al siglo XX desconectados de la sierra, de la selva, partidos en el corazón, yo diría hasta la actualidad.
La Revolución Francesa es otro ejemplo preclaro que valida la afirmación de Lutero. Fue una revuelta de actores políticos y económicos de clase media, que querían derrocar al régimen por razones ideológicas y económicas, tan sangrienta que terminó en una dictadura, y a la postre, paradójicamente en el Imperio Napoleónico, aplaudido y coronado, dadas las condiciones caóticas en las que se encontraba Francia. Y todo esto fue anticipado agudamente por Jorge Jacobo Danton, a quien se le atribuye la famosa frase: “Es de temer que la revolución, como Saturno, acabará devorando a sus propios hijos”. Su “archienemigo” Robespierre, lo decapitó poco tiempo después. Y Robespierre también fue decapitado. Ganó Saturno.
Hoy que el escándalo de #LavaJuez despierta naturalmente fuerzas reformistas desde todas las orillas políticas, vale la pena preguntarse dos cosas. Primero, ¿implementaremos reformas a través del diálogo o a través de la violencia y la polarización? Y segundo, ¿queremos reformar el país porque tenemos un proyecto común o porque queremos que nuestra agenda ideológica salga victoriosa?
Endiosar periodistas, maldecir congresistas, pedir que “todos se vayan”, satanizar a los fujimoristas, culpar del complot a los caviares, o promover que algunos “pre-candidatos” evidentes para el 2021 aprovechen el contexto para ganar intención de voto, son los síntomas más evidentes de la división ridícula en la que vivimos. Estamos partidos en el corazón y ninguna regulación va a sanar eso. La regulación no resuelve los problemas de la humanidad, solo los maquilla.
En primer lugar, cualquier reforma debe realizarse con calma, gradualmente y de manera profunda. Respetando el debido proceso de quienes parecen culpables y la honra de quienes parecen inocentes. Esto no es una cacería de brujas. Es falso que en 15 días, o en 3 meses, o en un año, lograremos cambiar las cosas. Prometer algo así es irresponsable, y genera violencia y frustración. Aplaudir las “movidas” de Vizcarra o las del Congreso, es seguir instalando la confrontación, y aproximarse al tema como si fuera un juego político. Esto no es un juego.
En segundo lugar, la reforma se debe realizar a través del diálogo de todas las fuerzas políticas: las que existen hoy. Es lo que tenemos. Debe tomar en cuenta las opiniones técnicas de aquellos que desde la ciudadanía y la academia analizan el problema de forma sostenida. Y debe tomar en cuenta la opinión del empresariado. Es el empresariado el principal experto en detectar los espacios en los que el Estado se corrompe y corrompe a los demás. Lo sufre todos los días.
Finalmente, la reforma no puede servir para que aquellos que no han gobernado aún y quieren hacerlo, cuestionen el modelo económico o el sistema democrático y sus instituciones. No pueden priorizar la polarización antes que la aceptación de que todos somos responsables. Todos. Aquí no hay sacerdotes moralistas ni héroes de Netflix. Aquí no puede haber vencedores y vencidos. Si nos empezamos a creer más buenos que los demás, estamos bien equivocados. La indignación y la reforma son solo pasos hacia la construcción de un proyecto común que realmente incluya el sentir de toda la ciudadanía, y no solo el querer de una elite política o intelectual. Ojalá estemos a la altura y Saturno no resulte ganador aquí también, devorando violentamente a girondinos y jacobinos, tirios y troyanos, caviares y DBA, etc, etc, etc.