Perú y Venezuela: tendencias fatídicas
No se puede construir un buen futuro, sin haber construido un buen pasado. Y últimamente, lo que nos está faltando es una mirada histórica del futuro.
Si analizamos el siglo XX venezolano, encontramos tres tendencias históricas clave: el petróleo poco a poco se convierte en el sostén absoluto de toda la economía; la mayoría de partidos políticos se atomizan y se construyen sobre la base de líderes personalistas; la ciudadanía no conoce ni cómo funciona el Estado ni mucho menos la industria petrolera, su principal fuente de ingresos. Podríamos mostrar algunas excepciones a las dos últimas, pero constituyen solo baches en una carretera libre y ancha en la que estas tendencias fueron confluyendo para hacerse fuertes.
Por ello, Chávez en 1999 es una conclusión histórica, es la culminación exitosa de estas tres tendencias. No es un exabrupto, no es un fenómeno coyuntural; su proyecto socialista se ha alimentado de procesos y decisiones que se arraigan en lo profundo de la estructura social y económica venezolana. Maduro es la secuela de bajo presupuesto que necesita violencia, espías y oscuridad para sobrevivir, pero sobrevive. Y lo hace justamente porque estas tres tendencias ya son parte de la estructura: hay petróleo de sobra, no hay oposición que lo confronte, y no existe aún un grupo significativo de ciudadanos comprometido con la política, que luche sostenidamente.
Ahora, analicemos Perú. Aquí no tenemos ni petróleo ni algo parecido. Pero tenemos tres tendencias análogas a las venezolanas que no dejan de hacerse fuertes, y que pareciera también están llegando a un punto de quiebre o a una fatídica culminación.
En primer lugar, el motor de la economía peruana no es el empresariado formal. Aquí contamos con una caldera de liquidez y baja productividad que se llama informalidad. La informalidad no es una tendencia, lo fue. Ahora es parte de la estructura. El 70% de peruanos, si no más, repele al Estado. Vive a sus espaldas. Por lo tanto, no tiene interés en alguna doctrina política. Para esos casi 6 millones de peruanos que caminan contigo por las calles, comen contigo en el mismo restaurante y muchas veces te proveen de servicios, los políticos son todos iguales. No les interesa si la recaudación baja o sube. No les interesa si se endurece la regulación laboral. Pero igual se quejan y bloquean carreteras. E igual el Estado cede a sus presiones, les da carreteras, pistas, hospitales y colegios gracias a los impuestos que paga una pequeña porción de ingenuos.
Por otro lado, nuestros partidos políticos vienen agonizando desde 1979. Si uno observa la evolución de la votación que partidos históricos como el APRA, Acción Popular o el PPC registran, da lástima. Hoy, por primera vez, el PPC no está en el Congreso. El APRA se debe a sus cuatro o cinco líderes y sus redes de contactos, al igual que Acción Popular, que parece se sostiene sobre las espaldas de “Vitocho” García Belaúnde. Fuerza Popular es una masa informe sin norte ni doctrina y con sus principales líderes bajo la sombra de la sospecha, y partidos de media tabla como Solidaridad Nacional, entre otros, tienden a reducirse también a su mínima expresión. Todos nacieron gracias un gran caudillo. Hoy sobreviven gracias a caudillos más pequeños. Tienen poder aún, pero es un poder de plástico: dentro de poco no estará en el mercado.
Finalmente, la corrupción en el Estado, antigua y harto conocida, hoy es más visible gracias a la tecnología, la prensa y las redes sociales (en ese orden). Y una nueva generación de actores sociales o empresariales más jóvenes no la toleramos. No la toleramos porque ahora sí podemos preocuparnos de la Política (con P mayúscula); porque gozamos de una estabilidad económica que nuestros padres nos dieron (peruanos que en la década de los setenta y ochenta tuvieron que romperse el lomo para sobrevivir sin tener la posibilidad de distraerse con discusiones burguesas sobre política o “trending topics”), y porque tenemos más información y más oportunidades de hacer que nuestra voz se escuche.
Así, con una informalidad inconmovible, partidos políticos que se caen a pedazos, un Estado corrupto incapaz de reformarse a sí mismo, y una juventud activa, indignada, que rechaza tanto al Estado como a la “gran empresa” y no cree en los logros del libre mercado, las proyecciones no son necesariamente positivas.
¿Cuál será el futuro evento que marque la culminación histórica de estas tendencias o fenómenos? ¿Podremos de verdad encontrar consensos con arraigo popular que den lugar a reformas positivas?¿Son suficientes nuestras estructuras institucionales y macroeconómicas para evitar el peligro de un gobierno “a la venezolana”? ¿Son suficientes los esfuerzos de los partidos políticos tradicionales para librarnos de un candidato débil, sin partido, improvisado y demagógico (de esos que ya aparecen en Twitter aprovechando la coyuntura caótica en la que estamos)?