Los riesgos de la era Vizcarra
Sin ánimo de minimizar el paradójico optimismo que nos ha regalado la renuncia de PPK a la presidencia, es necesario mirar el bosque, y echar luz sobre los nuevos riesgos que esta etapa nos plantea. Y para poder hacerlo, se debe analizar las primeras acciones del nuevo presidente y su equipo de gobierno.
La Primera Ley. Si bien los primeros gestos públicos del presidente Vizcarra fueron alentadores -una visita a un hospital, una a un colegio y un viaje a Piura-, en términos políticos, su primer gesto relevante fue la promulgación en Palacio de Gobierno de una Ley que, si bien contiene aspectos que pueden colaborar con el fortalecimiento de la Contraloría, tiene incubado un virus bastante peligroso: permitirle al Congreso elegir o sustituir sin participación alguna de la Contraloría, al Jefe de su Oficina de Control Interno (OCI), eximiendo a los congresistas de cualquier control externo formal, algo que a todas luces no es saludable.
Pensar que Vizcarra no estaba enterado de las observaciones que el Ejecutivo ya había hecho a esta ley es ingenuo. Pensar que este gesto responde a una negociación en aras de una supuesta “paz política” es más sensato.
Su Primer Gabinete. Después de tantos cambios ministeriales en menos de dos años, es evidente que conseguir a los mejores cuadros en los sectores más sensibles del Estado es una tarea muy difícil. Entonces, analizando uno a uno a los miembros del nuevo gabinete, se nota lo siguiente: aunque es un gabinete técnico de buen nivel, no se ven figuras fuertes que puedan empujar grandes reformas, sino más bien especialistas capaces que responderán a la agenda política de un reciclado primer ministro, que parece cuidarse de no tener líderes que se puedan ir “por la libre”.
De esta forma, y sin ánimo de agotar el análisis de las primeras acciones y declaraciones de Vizcarra y Villanueva, basándonos en estos dos eventos, ¿cuáles podrían ser los riesgos que se plantean para esta nueva etapa?
El primero. Seguiríamos padeciendo semana a semana una producción legislativa paupérrima con propuestas irracionales ante las cuales ni el Presidente de la República ni su equipo ministerial tendrían la fuerza para rechazar o plantear alternativas: sueldos mínimos para amas de casa, octógonos rojos que asustan pero no informan, impedir que los comuneros individualicen la propiedad de la tierra comunal aunque ellos mismos lo acuerden, establecer la gratuidad del estacionamiento en centros comerciales, eliminar completamente el régimen CAS del sector público, etc.
El segundo. Un Poder Ejecutivo que tiene que caminar en puntitas cuando va por el Palacio Legislativo no podrá impulsar reformas trascendentales: integrar el financiamiento del sistema de salud pública, incorporar a la ciudadanía en el proceso de evaluación e incorporación de medicamentos y tecnologías sanitarias al Petitorio Nacional, reformar el complicado y desordenado régimen tributario actual, reformar nuestra rígida y temible legislación laboral, reformar un código penal que castiga más al que delinque menos y menos al que delinque más, reformar el sistema electoral y el de partidos políticos, retomar el proceso de evaluación exigente y competitiva de los profesores del Estado, etc.
Y desde esta perspectiva, me perdonarán, el optimismo ya no es tan realista. Si esta “paz política” hecha de “mírame pero no me toques” se convierte en nuestro hábitat natural, no habrá reformas técnicas trascendentes y se nos podrían colar varias leyes bastante tóxicas.
Lo que toca entonces, es darle contenido a ese pacto del que tanto habla el nuevo presidente. “Trabajar por el Perú” o “El Perú primero” pueden significar solo hacer reformas cosméticas y dejar que el Congreso haga lo que quiera. Sin embargo, Vizcarra tiene la posibilidad de convertir esas frases en algo trascendente: unir a nuestros líderes políticos para realizar reformas profundas, esas que le duelen a los sindicalistas con ambiciones políticas, a los funcionarios corruptos, a los empresarios mercantilistas, y a los delincuentes de la calle; unir a nuestros líderes políticos por el bien de los niños y niñas, el de los jóvenes, el de los pacientes, los pequeños empresarios, los pobres y los que no lo son, el de todos aquellos que esperan un Estado más eficiente, que se centre en el ciudadano. Solo así nuestro optimismo puede ser realista de cara el Bicentenario.