RSE chatarra
Todos queremos un país que abra posibilidades para el desarrollo individual y colectivo. Sabemos que para lograrlo vamos por buen camino al contar con un contexto macroeconómico favorable. No obstante, es igualmente relevante desarrollar políticas públicas efectivas y hacer atractiva la inversión privada en empresas dispuestas a trabajar en innovaciones tecnológicas que mejoren nuestra calidad de vida. Ahora bien, la competitividad del país en el largo plazo depende en gran medida de que se desarrolle un entorno donde las instituciones y empresas actúen bajo parámetros de responsabilidad social individual voluntaria para que lo que favorezca a unos, no perjudique a otros.
En los últimos días hemos observado un interesante debate en torno a la nueva ley que busca promover la alimentación saludable en los niños, es decir, la conocida “ley de la comida chatarra”. Quienes la apoyan buscan proteger a los niños de los efectos de la publicidad que invita a comer comida con altos niveles de sodio, azúcares o grasas trans. Esto, regulando el contenido de la publicidad y reduciendo la venta de estos productos en los colegios. Quienes la critican sostienen que los padres son libres de determinar el tipo de comida que le dan a los niños y que la solución pasa por una mejor educación alimenticia en el hogar y, no necesariamente, por el establecimiento de restricciones a la oferta.
Se ponen sobre la mesa algunos conceptos discutidos por mucho tiempo en los espacios donde se analizan los temas de RSE. Un primer tópico es el que se refiere a la conveniencia de que las empresas practiquen la autorregulación para reducir la necesidad de que el Estado emita normas que afecten la libre práctica empresarial. Cuando las empresas dan muestra de un comportamiento responsable, los marcos regulatorios se hacen menos necesarios.
Tengamos presente que la RSE es la forma en que la ética empresarial se traduce en práctica. Se actúa de manera responsable por convicción y no solo por cumplimiento del marco legal. Esto es especialmente relevante cuando las normas (no siempre efectivas) y sus sistemas de cumplimiento (no siempre eficientes), no nos aseguran el buen comportamiento de cada entidad. No se puede normar todo, no se puede supervisar todo y no se puede imponer la voluntad de la acción ética. Por otro lado, existen estudios que muestran que en situaciones de alta normatividad, se promueven los comportamientos mínimos y no los máximos, cuando la RSE nos habla más bien del desarrollo de “mejores prácticas”. Por lo tanto, la autorregulación refleja una responsabilidad auto-impuesta que, a mi juicio, es indispensable en las empresas que practican la RSE.
Esto último nos refiere también a la idea de que al asumir la RSE como parte de la filosofía de la empresa, se asume un comportamiento voluntario, es decir, el propósito de llevar su práctica a los procesos de gestión interna para que, a través de la estrategia y la cultura empresarial, todos el grupo humano que la conforma desarrolle la preocupación por que cada proyecto, cada producto, cada transacción busque resultados económicos favorables pero también mejore sus relaciones con los grupos de interés.
Como dice Josep Lozano ”la RSE se mueve en tres registros: la agenda, el propósito (y la estrategia) y el proyecto compartido. La agenda incluye toda la diversidad de temáticas que se incluyen bajo la etiqueta RSE, cuya lista es imposible de cubrir exhaustivamente.. el propósito (y la estrategia) se refieren al proceso por el cual la RSE se integra en la estrategia corporativa y contribuye a reformular la razón de ser de la empresa, su contribución y la manera como se replantea su manera de pensar y de proceder. El proyecto compartido trata de cómo la empresa se sitúa en un contexto más amplio, y concibe su actividad también como su contribución, desde sus propias iniciativas empresariales, a dar respuesta a los retos de la sociedad en la que actúa”.
Una RSE madura (y no “chatarra”) pasará por el ejercicio de la libre voluntad de los directivos, convencidos de actuar bien porque está bien hacerlo. El objetivo debiera ser reemplazar la desconfianza en la relación Estado-empresa-sociedad para instaurar, por ejemplo, una nueva dinámica donde el Estado promueva políticas que favorezcan la inversión privada en procesos de innovación tecnológica para reducir los impactos de los productos que hoy pueden ser nocivos, donde el consumidor educado tome decisiones mejor informadas y la fuerza de la demanda oriente el comportamiento empresarial y, finalmente, donde la empresa se vea precisada a reemplazar actitudes defensivas por prácticas proactivas.
Me pregunto cuántas empresas en el Perú tienen trabajados códigos voluntarios de comportamiento frente a este tipo de dilemas éticos que siempre hemos sabido que existen. Cuántos gremios han promovido este tipo de instrumentos. Como plantea Ramón Mullerat, los códigos de conducta pueden servir de plataforma para involucrar a los grupos de interés durante su proceso de construcción. Y, una vez implementados, su uso puede desarrollar una cultura corporativa sensibilizada hacia la medición de impactos. El mismo proceso de creación de un código puede ser positivo en distintos niveles de relaciones sociales: a nivel macro, ofreciendo puntos de interacción entre gobiernos y organismos internacionales; a nivel meso, promoviendo que los actores sociales participen en colectivos motivados (ambientalistas, consumidores, etc.) y, finalmente, a nivel micro, traduciendo aspiraciones en pautas para la acción de empresas que no quieren una RSE improvisada, impuesta o poco genuina (nuevamente “una RSE chatarra”) y si quieren apostar por las oportunidades que ofrece la innovación y un verdadero compromiso de participar en soluciones, más que en la generación de normas que responden a la lógica de las restricciones.