Las lecciones de Las Malvinas
El Perú nos da miles de razones para estar orgullosos no solo de nuestro pasado sino también de nuestro presente. Basta ver la perseverancia de las chicas del voley, el espíritu guerrero de las maratonistas, el silencioso trabajo de las gimnastas, la creatividad de nuestros emblemáticos escritores, la entrega de los bomberos para salvar vidas o el esfuerzo sin medida de millones de peruanos que todos los días luchan por superar circunstancias adversas.
Sin embargo, hay algo que seguimos haciendo los peruanos que no nos permite ser grandes. Y eso tiene que ver con el hecho de que no nos avergonzamos de eventos como los incendios de Utopía o Las Malvinas. Por eso siguen pasando y leemos las noticias como si nada, como si esto le pasara a otros y no importara.
El incendio en la galería Nicolini ubicada en Las Malvinas ha provocado un debate entre quienes por un lado atribuyen lo ocurrido al hecho que solo se fiscaliza a las empresas formales y quienes consideran que este tipo de prácticas pasan por igual entre empresas formales e informales, bajo distintas modalidades.
El siniestro arroja hasta el día de hoy, la pérdida de dos jóvenes cuyos restos calcinados han sido encontrados dentro de una estructura de metal de la que no pudieron salir porque habían sido encerrados con candado para poder piratear etiquetas de fluorescentes sin que nadie los descubra.
Y me atrevo a decir que esto no se reduce al hecho que hay empresarios más informales que otros -porque hay quienes creen que los peruanos somos culturalmente informales- o hay quienes esclavizan menos que otros. Se trata de algo mucho más grave.
Nuestra frágil memoria nos hace olvidar lo que ocurrió en la Discoteca Utopía donde el incumplimiento de las normas de seguridad generó la pérdida de vida de 29 jóvenes. Han pasado 15 años desde que ocurrieron los hechos y los dueños del establecimiento, Alan Azizollahoff Gate y Ëdgar Paz Ravine, huyeron del país sin que hasta la fecha hayan pagado por su culpa en este siniestro que destruyó la vida y sosiego de 29 familias. Utopía no estaba ubicada en el emporio de la informalidad como se etiqueta a Las Malvinas, sino en el conglomerado comercial más exclusivo de la capital del país, donde todos los negocios se presumen formales.
Hay dos temas sustantivos detrás de lo que ha ocurrido y es bueno que como sociedad los asumamos y nos apropiemos de ellos para que algo cambie. De lo contrario, seguiremos hablando de lo mismo en el próximo incendio o siniestro.
Las normas son importantes y hay que cumplirlas. No son un obstáculo ni son un capricho. Y no me refiero solo a las de la Ley de Salud y Seguridad en el Trabajo sino también a las que están establecidas en el Reglamento Nacional de Edificaciones, las de la Ley de Inocuidad de los Alimentos, las de la Ley que regula el Transporte Terrestre de Materiales y Residuos Peligrosos, la Ley General del Ambiente y las normas que establecen los Estándares de Calidad Ambiental y los Límites Máximos Permisibles (LMP) para efluentes en distintas actividades económicas, entre otras.
La única manera de que dejemos de menospreciar el cumplimiento de las normas es que aprendamos a preocuparnos por el otro. Hoy somos indiferentes con los niños que están enfermos por contaminación con metales pesados, con la trabajadora que no llega a ver a sus hijos porque hace sobre tiempo por el mismo sueldo, con el guardia de seguridad que se muere de frío porque no tiene una caseta donde resguardarse, con la empleada del hogar que duerme en una habitación sin ventanas, con los enfermos que no tienen seguro, con los consumidores que no entienden de estabilizantes, colorantes, espesantes y gelificantes alimenticios o quienes no pueden pescar más y vivir de eso porque las especies están desapareciendo, entre ochos muchos casos que evidencian situaciones donde no pensamos en el otro.
Con todos ellos muchas veces se actúa como si se les estuviera diciendo “que no importan” o que “tuvieron mala suerte en nacer en Pasco, en no tener educación, en no saber hacer otra cosa que vivir del mar”. Y al final muchos peruanos, como probablemente ocurrió con Jovi Herrera Alania y Jorge Luis Huamán Villalobos, mientras esperaban el fin de su vida, es probable que hayan llegado a pensar que efectivamente nacieron con mala suerte.
Si empezamos a preocuparnos por el impacto que tienen nuestros actos en los otros, vamos a cumplir sin problemas con las normas de seguridad y protección contra incendios, al igual que las de instalaciones eléctricas. Pero también, vamos a asegurarnos de habilitar una caseta para el guardián de la cuadra que pasa toda la noche a la intemperie, nos esforzaremos en evitar filtraciones en el SIS para que sirva para quien realmente lo necesita, pondremos en nuestra etiquetas aquello que es importante que los consumidores conozcan para que puedan tomar sus decisiones de consumo más informados, haremos los arreglos necesarios para que la empleada que nos ayuda en casa pueda descansar saludablemente y, permitiremos que los pescadores puedan lograr llevar el sustento a sus casas.
Como sociedad, tenemos que reconocer que la responsabilidad de que estas cosas ocurran nos alcanza de alguna manera a todos, que nos tiene que importar que ocurran casos como los de Utopía o Las Malvinas. De lo contrario, nada va a cambiar.
Tiene que importar a los grandes empresarios, algunos de los cuales están prófugos porque piensan que las leyes no se han hecho para que ellos las cumplan, a los pequeños empresarios que encuentran en la informalidad una forma de apalancar su subsistencia en el mercado, al Estado -en sus distintos niveles- que oculta su incapacidad de hacer cumplir las normas echándole la culpa a otra autoridad, y a los peruanos de a pie, cada vez que nos pasamos una luz roja o queremos imponer nuestro vehículo al peatón o al ciclista.
Solo necesitamos pensar en el otro. Eso nos ayudará a dejar de despreciar el cumplimiento de las normas y evitará que las razones para sentir vergüenza se acerquen en número a los motivos para estar orgullosos del Perú.