La prohibición de vender
El artículo 882 del Código Civil señala que los propietarios no pueden obligarse a no transferir o gravar sus bienes. Es una prohibición absoluta, propia de un código del año 1984 que hacía comparsa a la Constitución intervencionista de 1979. En esos años el Estado dirigía la economía y les decía a los propietarios lo que podían o no hacer. El Estado creía saber mejor que el dueño lo que convenía a la generación de riqueza y por eso el código ochentero se afana en prohibiciones y limitaciones. En el caso que me ocupa, se decía que no es bueno para la economía que los dueños “paralicen” sus bienes. Ya sabemos lo que resultó de la economía planificada.
Desde 1994 rige una Constitución diferente. En ella la visión sobre la propiedad y las libertades es totalmente distinta. La regla es que los propietarios saben mejor que nadie lo que conviene a sus bienes, pues solo ellos asumen las consecuencias positivas o negativas de sus decisiones. La libertad de contratar con relación al dominio solo puede limitarse por razones de salud, seguridad, medio ambiente, educación, servicios públicos y similares (artículo 58 de la Constitución), nunca por motivos de planificación o dirigismo económico. Salvo la proscripción de los acuerdos monopólicos y el abuso de posición de dominio, los propietarios en el Perú deciden libremente qué hacer o no con sus muebles e inmuebles.
Ahora bien, la vigencia formal del artículo 882 del Código ha permitido que desde la judicatura y los Registros Públicos se cuestionen los acuerdos celebrados por propietarios de inmuebles, que en atención a sus circunstancias comerciales o meramente vecinales, han querido limitar la transferencia de sus predios o de plano impedirla por cierto plazo. Existen diversos negocios inmobiliarios, como los acuerdos de propietarios en condominios y algunas desmembraciones de la propiedad, en los que interesa conservar la relación con los titulares originarios o limitar el acceso a los nuevos. Para el Estado planificador esto sería una “paralización” de la economía, cuando en realidad son negocios efervescentes que derivan del único que verdaderamente sabe lo que conviene a su patrimonio: el propietario.
Lamentablemente algunas autoridades, amparadas en la letra de un código desfasado y en la doctrina legal de realidades ajenas, han creído que la ley puede cortar la libertad por cualquier razón. Lo cierto es que ninguna de las causales que habilitan la intervención del Estado se presenta en este caso. En consecuencia, debe entenderse que la prohibición de vender o gravar perdió sustento constitucional desde 1994.