Miremos más allá
Por: Alonso Segura
Los problemas coyunturales no deben dominar la toma de decisiones de las políticas públicas en el país. A eso es a lo que estamos acostumbrados.
Cuando en poco más de una semana se conozca la cifra de crecimiento del PBI del 2019, se confirmará un crecimiento a las justas de 2.0%, la cifra más baja en una década. El crecimiento económico no es un fin en sí mismo, pero es un componente central para el desarrollo de cualquier país.
Por ello, es importante diferenciar los factores coyunturales o de corto plazo de aquéllos estructurales que explican este magro desempeño. Ello es importante pues en nuestro país somos de extremos. Pasamos de creernos los campeones mundiales del crecimiento cuando todos los vientos soplan a nuestro favor, a ponernos fatalistas cuando las cosas se complican. Ninguno de estos extremos es cierto, ni tampoco constructivo.
En cuanto a los factores coyunturales, el 2019 fue un año incierto y de bajo crecimiento a nivel mundial. Es conocida muestra marcada dependencia externa. Pero la coyuntura externa solo puede explicar una parte de la desaceleración del año pasado. No la usemos de pretexto. ¿Por qué? Porque las características de los choques externos varían. El 2019 los precios de nuestras exportaciones (y de los términos de intercambio) cayeron. Pero moderadamente. Ello se refleja, con cifras oficiales hasta el tercer trimestre, en un deterioro también moderado de nuestra balanza en cuenta corriente, que registra todas las transacciones de bienes y servicios con el exterior. Pero si vemos el otro canal de transmisión de choques externos, la cuenta financiera, allí vemos un fuerte ingreso de flujos en un contexto de tasas de interés y condiciones de acceso muy favorables para el país. El resultado neto, la mayor acumulación de reservas internacionales en siete años. Un poco peculiar este “choque”. Ciertamente dista mucho de aquéllos como los del 2014-15 o 2009, por citar los últimos.
Si allí no está la explicación, entonces, ¿dónde? No fue un buen año para sectores primarios, particularmente pesca y la manufactura derivada de esta. Y paralizaciones mineras por conflictividad también afectaron. Hasta acá los factores que podrían considerarse fuera del control de nuestras autoridades, si bien en el último caso hay roles y responsabilidades atribuibles a ellas.
A esto se suman las deficiencias de gestión pública que incluyen, pero no se limitan solo a la baja ejecución de la inversión pública. Por su magnitud, el efecto no hubiese sido marginal (alrededor de medio punto del PBI), contrario a lo que algunos argumentan. También el bajo crecimiento de la inversión privada, excluyendo la minera, debido a un entorno externo volátil, a uno interno políticamente convulsionado e incierto y a la opacidad de las políticas públicas sin énfasis de mediano plazo.
Hasta acá los factores coyunturales. Pero aún en un entorno “neutral”, la tasa de crecimiento sostenible de la economía peruana estaría en torno al 3.5%. Las tasas altas de la década previa al 2014 se explican por condiciones globales extremadamente favorables y probablemente irrepetibles. Una parte no menor de ese desempeño no fue mérito propio, sino suerte. Y debe reconocerse también que no se hizo lo suficiente para generar mejores condiciones de crecimiento (y desarrollo) futuro.
Piero Ghezzi, en este mismo espacio el mes pasado (“La verdad es que no sabemos”) señalaba que no hay recetas ni planes mágicos para retomar mayores tasas de crecimiento más allá de ciertos principios que respetar (solidez macro-fiscal, apertura comercial, respeto a la inversión). Cada país debe encontrar su propia senda en función de sus características y potencialidades. Existen ciertas condiciones básicas necesarias, no suficientes, pero para las cuales no hay fórmulas sencillas ni de impacto inmediato por su complejidad: fortaleza institucional, capital humano, calidad de infraestructura y conectividad, entre otros. Mejoras en todas estas dimensiones requieren de un país- sector público, privado y sociedad civil- que piense más estratégicamente, defina prioridades, logre consensos, pero también que desarrolle, implemente y corrija políticas públicas más granulares y que respondan a las problemáticas micro, sectoriales y territoriales. La “micro” es fundamental.
Esta última parte es la más retadora para un país en el que no se suele diseñar políticas enfocadas en solucionar problemas estructurales, y cuando se diseñan, o se falla en la implementación o el siguiente gobierno las revierte. Ese es el caso de lo que está ocurriendo con la reforma educativa, por ejemplo. O de las contramarchas, que se están corrigiendo parcialmente, en las políticas de diversificación productiva.
Preguntémonos qué tan resilientes podremos ser en el futuro a choques externos significativos. El coronavirus es el último recordatorio, si bien aún incierto en términos de sus consecuencias sanitarias, de eventos con claras consecuencias económicas a nivel global. Preguntémonos también, a raíz de la última elección congresal, y con miras a la elección del 2021, qué tan preparado está nuestro entorno político para acometer los retos que tenemos por delante.
Es importante no perder de vista la problemática de la coyuntura. Pero más importante aún es sacar la cabeza de la tierra y pensar y actuar en mejorar nuestras condiciones de desarrollo futuro. ¿Estamos haciéndolo?