La culpa nunca es nuestra
Por: Lucía Dammert
Los procesos migratorios muy probablemente no se detendrán. Si queremos abordar los problemas derivados desde la raíz, es entonces hora de estigmatizar menos y actuar más.
América Latina está en medio de una crisis humanitaria. Casi cinco millones de venezolanos (niños, niñas, mujeres y hombres) han abandonado su país, empujados por la pobreza y la violencia. Los datos son claros respecto a la debacle económica del país petrolero: 89% de la población está por debajo de la línea de pobreza. Se estima que la pérdida de peso promedió fue de 10 kilos en el 2017.
La información sobre la violencia es igual de grave. Las tasas de homicidio muestran una epidemia marcada por el acceso a armas legales e ilegales, presencia de criminalidad organizada y bajos niveles de efectividad policial y judicial.
Estamos, así, frente a un proceso de migración forzada, pues millones de personas escapan de sus hogares, muchos de ellos con muy poca esperanza de volver en el corto plazo. Las fronteras se han convertido en zonas de corrupción y violencia; el aumento de la trata de personas, la esclavitud sexual de menores, las violaciones, el tráfico de migrantes, entre otros, son elementos de esta crisis. Una situación, además, que no escapa a prácticamente ningún país de la región.
No es el único caso en el mundo. En las últimas décadas se ha evidenciado una transformación de los procesos migratorios que inicialmente tuvieron como destino Estados Unidos y Europa, pero que cambiaron hacia un destino intrarregional. Así, más de 200 mil peruanos han llegado a Chile, más de 150 mil nicaragüenses a Costa Rica y más de 200 mil paraguayos a Argentina, para mencionar solo algunos procesos de migración. Todos los análisis confirman que el cambio climático, los desastres naturales, las crisis económicas y las barreras impuestas en los países del norte, consolidarán un masivo proceso migratorio.
Si bien por décadas la migración se lograba asimilar en los países de destino, hoy la situación es diferente. Se trasladan las culpas o debilidades de los sistemas nacionales a la presencia de migrantes en la mayoría de nuestros países. La violencia, la criminalidad, la limitación en la cobertura de salud o educación, son solo algunos espacios donde resulta más cómodo, cuando no políticamente rentable, culpar al otro. Es cierto que el éxodo venezolano ha impuesto serios desafíos a diversas ciudades colombianas que han recibido casi millón y medio de venezolanos en un periodo corto, pero esa no es la realidad general.
La información también es clara en este aspecto: los migrantes no están vinculados con más hechos de violencia que los nacionales. Los delitos que cometen tienen una amplificación mediática que impacta en el aumento de los discursos de odio, la búsqueda de mano dura y la percepción de inseguridad.
También en los cambios de políticas públicas para aumentar los requisitos para la migración y el refugio, así como en el número de deportados. Deportados de Chile a Perú, de Perú a Venezuela, de Colombia a República Dominicana, de Costa Rica a Nicaragua, en fin, es un juego de todos contra todos donde la culpa siempre está puesta en el migrante, nunca en el amplio mercado de armas ilegales, en la incapacidad institucional para prevenir y controlar el delito o en la consolidación de esquemas institucionales de corrupción y abuso.
Por ello el discurso político es preocupante. Ante la incapacidad aparece la xenofobia que reclama por cerrar las fronteras o expulsar a los extranjeros, “argumentos” que se olvidan de los cientos de miles de connacionales que son el “otro” en otros países. Ahí donde la política debería poner el acento en la capacidad nacional para enfrentar los desafíos de la globalización, más bien muestra respuestas punitivas y que estigmatizan. Por ese camino no se construyen salidas y puentes, sino cárceles y muros.
En el Perú, como en muchos otros países, culpar al extranjero de los problemas propios es una forma efectiva pero poco sostenible de resolverlos. El problema de la delincuencia, por ejemplo, es la incapacidad institucional para disminuir los graves niveles de impunidad, la limitada efectividad de la investigación criminal, los niveles de corrupción judicial y el práctico abandono de muchos territorios donde el Estado no está presente.
Los procesos migratorios muy probablemente no se detendrán. Si queremos abordar los problemas derivados desde la raíz, es entonces hora de estigmatizar menos y actuar más.