Políticas productivistas para los pequeños
Por: Piero Ghezzi
Tenemos un Estado que no ha diseñado instrumentos adecuados a las necesidades de los pequeños productores. El Estado necesita un articulador a nivel local y hacer que sus brazos ejecutores funcionen.
La semana pasada escribí que era necesario ajustar el modelo de capitalismo de libre mercado, pero que ello no implicaba solamente alternativas redistributivas, sino fundamentalmente políticas públicas productivistas.
Algunos lectores sugirieron brindar ejemplos concretos de qué hacer. Tomemos la agroexportación.
Su éxito es innegable. Nuestras agroexportaciones han crecido de 400 a 7.000 millones de dólares en las últimas dos décadas, y han generado más de 300 mil empleos directos. Son un orgullo nacional.
Pero también son innegables sus asignaturas pendientes. Incluir a muchos más pequeños productores en cadenas de valor agroexportadoras es tal vez la más importante. Miles ya participan, pero la mayoría solo como proveedores de acopiadores. Y muchísimos más están afuera.
Que estén afuera, no es casualidad. Es el resultado natural de que el Estado haga muy poco. Para insertarse, los pequeños productores deben cambiar de cultivos, y mejorar sus sistemas productivos para cumplir con los estándares requeridos por las cadenas agroexportadoras. Pero hay muchos riesgos, falta de conocimiento y limitado financiamiento. Por ello, la mayoría continúa haciendo lo mismo de siempre.
Veamos el caso del valle de Jequetepeque, en La Libertad. El valle tiene aproximadamente 42 mil hectáreas agrícolas. Se cultiva principalmente arroz.
En los últimos años se ha producido una tímida reconversión de cultivos. Hoy se siembran 2000 hectáreas de espárragos y 600 hectáreas de banano orgánico. La inercia se empezó a romper cuando, 45 kilómetros al sur, pequeños esparragueros de Paiján se dieron cuenta de que podía sembrarse espárragos en Pacasmayo, y con parcelas demostrativas convencieron a productores colindantes de convertirse a este cultivo.
Pero son casos relativamente aislados y su situación es frágil. Además de financiamiento, la mayoría indica que necesitan extensionismo agrario, que es la difusión de nuevas tecnologías y educación para que los productores puedan mejorar su desempeño productivo y acceso al mercado.
El sector privado moderno no provee extensionismo a gran escala en el país. Tampoco tiene incentivos para hacerlo. Un buen número de grandes empresas agroexportadoras solo venden la producción de sus propios campos y no tienen relaciones comerciales directas con pequeños productores. Las empresas grandes o medianas que sí las tienen proveen algo de extensionismo, pero mínimo, pues los pequeños productores pueden terminar vendiendo su producción al que le ofreció el mayor precio, independientemente de quién le dio el apoyo tecnológico.
Con la investigación agraria ocurre algo similar. Las empresas modernas innovan bastante. Sus esfuerzos están, razonablemente, abocados a encontrar nuevos productos de exportación, adaptar variedades existentes en el mundo a las condiciones locales, investigar para el control biológico de plagas, etc. Pero estos resultados de innovación privada muy rara vez se traducen en mejores conocimientos para el pequeño productor.
Naturalmente estas empresas no investigan variedades de café resistente a la plaga de la roya, o cómo reducir el cadmio en el cacao. ¿Por que lo harían, si no están en esos cultivos? Y como los productores dedicados a ellos no tienen las capacidades ni el dinero para hacerlo, nadie en el sector privado lo hace.
Por lo tanto, el “mercado” produce muy poca investigación y extensionismo agrario relevante para el pequeño productor.
Lamentablemente, el Estado tampoco lo hace. El INIA, más allá de lanzar variedades de papa o arroz ocasionalmente, hace muy poca investigación aplicada. Por eso, cuando tuvimos el ataque intenso de la roya amarilla del café en el 2013, no sabíamos cómo enfrentarlo. Llamamos a los colombianos por ayuda y nos dijeron, razonablemente, que ellos tenían décadas de investigación, y que no iban a regalar las variedades con mejor tolerancia a la plaga y con buena calidad de grano. Además, casi nadie en el Estado hace extensionismo de verdad –con la potencial excepción de las desfinanciadas escuelas de campo del Senasa-.
Regresemos a los esparragueros de Jequetepeque. Para ellos, tan o más importante que la prórroga de la ley de promoción agraria es el apoyo continuo del Estado para mejorar la rentabilidad del cultivo, y para que más productores se reconviertan.
Pero enfrentan un Estado que no ha diseñado instrumentos adecuados a sus necesidades y que opera sin coordinar.
Por ejemplo, los CITE agroindustriales hacen un buen trabajo generando productos para aprovechar su merma, pero nadie se preocupa del problema más importante: reducirla. Tampoco se incentiva agresivamente la asociatividad, a pesar de sus múltiples beneficios.
El Estado necesita un articulador a nivel local. Pueden serlo alguno de los CITE de la zona, pero deben olvidarse de que su mandato comienza en la postcosecha, e ir al campo. Y el articulador debe hacer que los brazos ejecutores del Estado funcionen. Los problemas están ahí, son reales. Solucionarlos no es fácil. Pero si el Estado empieza a escuchar, articular y ejecutar (y corregir en base a lo aprendido ejecutando) habrá avanzado mucho.