¿A dónde va Latinoamérica?
Por: Alfonso de la Torre
Aunque los detonantes son muchos, la gasolina que nutre los reclamos parece ser la misma: Insatisfacción de clases medias emergentes que tienen mayores expectativas, tanto de progreso material, como de buen gobierno y lucha contra la corrupción.
La protesta social ha sido la gran protagonista del año en Latinoamérica. Hoy son Bolivia, Chile, Colombia y Ecuador. Meses antes lo fueron Costa Rica, Haití, Honduras y Puerto Rico. Y mientras esto sucede, las sendas crisis económicas en Argentina y Venezuela mantienen la crispación social en niveles elevados. Por momentos, pareciera que este año la región en su conjunto ha alcanzado un punto de ebullición, con los descontentos tomando las calles para reclamar transformaciones profundas mientras las clases política y empresarial se ven paralizadas por el miedo, la sorpresa o una combinación de ambos.
Lo primero que hay que notar es que las movilizaciones sociales masivas no son propiedad exclusiva de Latinoamérica: Desde Hong Kong hasta Líbano, pasando por Cataluña en España, la protesta social viene adquiriendo mayor protagonismo político en todas partes. Algunos factores en común, como la mayor polarización engendrada por las cámaras de eco de las redes sociales o el recambio generacional, explican en parte esta tendencia global, incluso si los detonantes específicos responden a factores locales. No obstante, Latinoamérica no sólo parece concentrar gran parte de las movilizaciones sociales a nivel global, sino que la intensidad de las mismas tiende a ser mucho mayor. Esto a su vez está empezando a forzar cambios que pueden terminar siendo profundos: En Chile se discute una nueva constitución tras casi 30 años, mientras que en Bolivia ha caído el gobierno de Evo Morales después de 14 años.
Los detonantes varían en cada caso. En Costa Rica, Ecuador y Honduras son ajustes de gasto; en Chile y Colombia, por ejemplo, son reclamos muchos más amplios que van desde corrupción y el proceso de paz (en el caso colombiano) hasta la desigualdad; mientras que en Bolivia se trató del intento fraudulento de Evo Morales por perpetrarse en el poder. Sin embargo, aunque las mechas que prenden el fuego son distintas, la gasolina que nutre estos reclamos parece ser el mismo: Insatisfacción por parte de clases medias emergentes que tienen mayores expectativas, no sólo en términos de progreso material, sino también de buen gobierno y lucha contra la corrupción.
Lamentablemente, Latinoamérica también parece destacar frente al resto del mundo en términos de expectativas insatisfechas. Tras una década de alto crecimiento entre 2003 y 2013 (brevemente interrumpida por la crisis global de 2008-2009) durante la cual creció más rápido que el promedio mundial, en los últimos seis años la economía regional ha pasado por un periodo de estancamiento con tasas de expansión por debajo de 2%. Los años de prosperidad vieron a las clases medias latinoamericanas crecer, pero con los mayores ingresos también vinieron mayores expectativas, sobre todo en términos de salud, educación y pensiones. Sin embargo, este prolongado periodo de bajo crecimiento, el menor de entre todas las regiones del mundo, ha hecho mucho más difícil para los gobiernos satisfacer estas demandas. Naturalmente, los errores de política pública en cada país, así como escándalos de corrupción cada vez más indignantes, también han hecho lo suyo.
¿Qué significa esto para el Perú? De lo que vemos en la región se pueden extraer dos conclusiones. La primera es que retomar el crecimiento es esencial para atender las crecientes demandas por mejoras en salud, educación y seguridad ciudadana. La desaceleración del crecimiento latinoamericano, y especialmente en el caso peruano, responde en gran medida a un contexto internacional menos favorable en el que los precios de nuestras principales materias primas se han debilitado. Como muchos economistas venimos señalando en años recientes, un mayor nivel de crecimiento requiere superar ideas que piden un Estado pasivo, y más bien apostar con decisión por políticas de desarrollo productivo.
La segunda conclusión es que el deterioro económico ha generado una prueba de estrés que viene desnudando las fragilidades y contradicciones de nuestras instituciones políticas. Chile y Colombia no sólo comparten con el Perú un sistema economía de libre mercado abierta, sino también un modelo político en el que los intereses privados se imponen muchas veces al interés público y la corrupción se extiende a lo largo del Estado. Si ya era un error voltear la mirada ante la corrupción e informalidad política en los años de vacas gordas, en el actual contexto resulta prácticamente suicida. Las recientes revelaciones sobre aportes a campañas poco transparentes sólo incrementan la desconfianza en nuestras instituciones políticas, cuando la confianza es el oxígeno que da vida a una democracia.
Contrariamente a lo que se cree, el Perú no está vacunado contra el estallido social que vemos en otros países. La reciente disolución del Congreso o la acción de la justicia contra políticos y empresarios cuestionados no son ninguna vacuna contra el descontento, porque atacan los síntomas y no las causas del descontento: la menor prosperidad y la mayor desconfianza. Si nuestras autoridades no tienen eso claro, el descontento social continuará creciendo. Ayer fueron San José y Tegucigalpa; hoy son Santiago y Bogotá. No nos sorprendamos si mañana es Lima.