Jóvenes a la deriva
Por: Alonso Segura
El gobierno está trabajando una nueva propuesta de régimen de empleo juvenil. Es fundamental que sea ambiciosa para cambiar la precaria realidad actual.
Hace cinco años, el Ejecutivo propuso una ley de régimen laboral juvenil, denostada como “ley pulpín” por sus detractores. Fue derogada por el mismo Congreso que la había aprobado semanas antes. El actual Gobierno está trabajando en una nueva propuesta. Por ello, resulta importante entender la precariedad formativa y laboral de los jóvenes en el Perú, situación que, como los indicadores muestran, ha continuado empeorando.
La tasa de participación juvenil (proporción en edad de trabajar que decide participar activamente en el mercado laboral), no solo es sustancialmente menor a otros grupos, sino que ha venido disminuyendo desde hace más de una década. No es un fenómeno específico del Perú, sino global.
Parte de la explicación es, en principio, positiva. Radica en las mayores oportunidades de cursar estudios de educación secundarios o superiores, que debería mejorar las competencias y empleabilidad futura. Sin embargo, existe también una fuerte razón disuasiva: la falta de oportunidades laborales adecuadas se traduce en una creciente población de ninis (ni estudian ni trabajan).
Las altas tasas de desempleo juvenil, de más de tres veces el promedio de otros rangos etarios, y las crecientes dificultades para transitar del aula al mercado laboral, explican este fenómeno. Esto, a su vez, incrementa las probabilidades y la proporción de jóvenes que posteriormente laboran en subempleo, y en el caso del Perú, la inmensa mayoría en informalidad.
Si la informalidad laboral en el Perú supera el 70%, en el caso de los jóvenes se acerca al 90%. Estos problemas se exacerban por la baja calidad de la educación en el Perú, incluyendo la universitaria. Como señala Hugo Ñopo (“La universidad y el empleo”, El Comercio, 08.06.2019), el premio a la escolaridad, es decir, la diferencia entre los ingresos percibidos por un trabajador joven con estudios universitarios frente a un egresado de secundaria, se ha venido reduciendo de manera importante durante la última década.
La precariedad formativa y laboral de los jóvenes en el Perú ha continuado empeorando en los últimos años. Si la informalidad laboral en el Perú supera el 70%, en el caso de los jóvenes se acerca al 90%.
Pablo Lavado y Gustavo Yamada, (“Educación superior y empleo en el Perú: una brecha persistente”), documentan como en los últimos años la brecha entre la educación superior y el empleo se ha ampliado, pese al incremento de la oferta.
La solución a un problema tan complejo no es simple. Por ello, desde el lado de las políticas públicas, en su momento se plantearon estrategias y acciones en múltiples frentes, enfocadas en mejorar el capital humano y las oportunidades de los jóvenes.
El incremento del presupuesto a la función educación (más de S/ 10,000 millones en un quinquenio) más significativo en medio siglo; la creación de programas de becas de educación superior para decenas de miles de estudiantes (lamentablemente recortados); las reformas meritocráticas en el magisterio orientadas a fortalecer la calidad de la enseñanza y la rendición de cuentas en la educación inicial, primaria y secundaria; el fortalecimiento de la calidad de la educación universitaria a través de la Sunedu (bajo intentos recurrentes de boicot desde ciertos grupos del Congreso); la creación de observatorios laborales (Ponte en Carrera) para reducir las brechas de información; son algunos ejemplos de la alta prioridad conferida a los jóvenes como beneficiarios de las políticas públicas.
Es en ese contexto que se planteó un régimen laboral especial para mitigar los factores que incidían de manera negativa y asimétrica en las oportunidades de empleo formal para los jóvenes.
Los elementos de esta propuesta, contrariamente a los argumentos usados en su contra, buscaban una transición a la formalidad plena para los jóvenes, donde cada elemento respondía a un objetivo concreto: beneficiar jóvenes con primer empleo o desempleo y a la vez aplicar fuertes sanciones a empleadores que incumpliesen la norma (objetivo: no erosionar el empleo joven formal ya existente); contratos a plazo fijo (para permitir la creación de empleo eliminando el riesgo de reposición derivado de un fallo del Tribunal Constitucional); plazo y edad máximos de contratación (para garantizar la temporalidad en un régimen concebido como transitorio); crédito tributario para capacitación obligatoria (para asegurar formación de capital humano y competencias reduciendo inadecuación laboral); beneficios laborales ajustados a brechas de productividad (para brindar oportunidades formales a la mayor cantidad posible de jóvenes para que inicien su vida laboral en la formalidad con derechos de seguridad social, seguridad ocupacional, pensión, vacaciones, utilidades); contar con un CV de empleo formal (para reducir las asimetrías de información que condicionan el resto de la vida laboral); entre otros.
Es probable que la nueva propuesta del Ejecutivo, que se basaría en el uso de incentivos tributarios para la contratación, tenga pocas coincidencias con el régimen propuesto. Lo fundamental es que sea ambiciosa para cambiar la realidad actual.
Las cohortes de jóvenes que estos últimos cinco años hubieran tenido la oportunidad de insertarse en la formalidad van a verse condenados a una vida laboral en la informalidad, con la precariedad y afectación a su bienestar y el de sus familias, que ello implica. ¿Queremos seguir jugando a la política y seguir condenando a cohortes futuras a este destino? El Ejecutivo y el Congreso deben asumir su responsabilidad.