Del Estado "espectador" al Estado "inversionista"
Por: Alfonso de la Torre
Aunque el progreso material del Perú en los últimos 25 años ha sido enorme, buena parte de su política económica se ha construido sobre la base de una falsa premisa: que cierta combinación de equilibrio fiscal/monetario, inversión minera y flexibilidad laboral constituye el camino para alcanzar la prosperidad. En realidad, cada uno de estos tres ingredientes es necesario pero no es suficiente, y enfrentar el reto del desarrollo requiere reconocer que las soluciones son mucho mas complejas y difíciles.
Quienes consideran que existe una receta obvia, que basta con seguirle los pasos a otros países (especialmente en Asia) y replicar sus ‘buenas prácticas’, olvidan un problema fundamental de este enfoque. El mundo en el que estos países lograron elevar sus niveles de ingreso es muy distinto al de hoy. Sea Estados Unidos a fines del siglo XIX o Corea en los años setenta y ochenta, estas economías enfrentaron contextos globales que distan mucho de los actuales, tanto en términos de avances tecnológicos como en lo referente al orden económico vigente.
Ya sea porque los últimos desarrollos en robótica vienen alterando la demanda laboral alrededor del mundo (la ‘desindustralización prematura’ descrita por Dani Rodrik), o porque los tipos de cambio ya no son fijos y las barreras arancelarias han caído, el resultado es el mismo: el libreto que otros países siguieron no nos sirve. Desde luego, existen lecciones valiosas que extraer de la experiencia de otros países -Venezuela es un triste recordatorio de la importancia de mantener balance macroeconómico, por ejemplo-. Sin embargo, el contexto importa. Si el mundo cambia, es natural esperar que las políticas públicas que el país necesita se transformen también.
La desaceleración del crecimiento, en los últimos años, es una señal de que es hora de que la política económica peruana actualice su enfoque. Las tasas de crecimiento no regresarán de manera sostenida al 6% con un cambio en la jurisprudencia laboral del Tribunal Constitucional o el destrabe de un par de proyectos mineros, sin importar cuántas columnas de opinión se escriban presentándolas como la panacea (aunque sin evidencia convincente que las respalde).
No obstante, actualizar el enfoque tampoco significa insistir con ideas que no funcionan. El fracaso del ‘Estado empresario’ de antaño es innegable, tanto que no debe sorprender que este haya sido prácticamente vetado en el capítulo económico de la Constitución. El problema es que, en estas casi tres décadas, el péndulo se ha movido de un extremo al otro, al punto que hoy tenemos un ‘Estado espectador’. Esto es un error. El Estado no debe ser ni empresario ni espectador; quizá la figura más apropiada es la de un ‘Estado inversionista’. El inversionista no hace apuestas locas ni se queda de brazos cruzados, sino que toma riesgos calculados en medio de un futuro incierto.
El Estado inversionista no pone todos sus huevos en una sola canasta (la minería) y aprecia los beneficios de la diversificación (productiva, en este caso). Sin embargo, quizá, lo más importante es que este se adapta frente a cambios en su entorno, ya que abandona aquello que ya no tiene posibilidades de ser rentable y redirige sus esfuerzos a otras iniciativas. Ese es el Estado que utiliza herramientas como las mesas ejecutivas para identificar oportunidades productivas y se concentra en potenciar capacidades (como infraestructura, calidad regulatoria o gasto en investigación) antes que industrias específicas.
Nada de esto es fácil, pero no por eso es menos necesario. Hace 75 años, Basadre escribió que “ninguna de nuestras soluciones nos vendrá, pues, cocida y masticada de otros países, aunque sean hermanos, primos o prójimos.” Repetir lo que hicieron otros es más fácil, porque brinda una falsa sensación de seguridad. Lamentablemente, el mundo es un lugar incierto. Cuanto antes lo aceptemos, mejor.