El Gobierno de Castillo se niega a restablecer el orden público poniendo en riesgo al sistema democrático
El 10 de febrero, la comunidad de Tumilaca, Pocata, Coscore y Tala (TPCT) bloqueó la vía férrea de Southern Perú que conduce el concentrado desde la Unidad Minera Cuajone al puerto de Ilo. De esta manera, paralizó las operaciones de una mina que produce el 7% del cobre nacional.
Para redoblar la presión a la empresa y al Estado, el 28 de febrero, los comuneros ingresaron a las instalaciones del reservorio de Viña Blanca para cortar el abastecimiento de agua a Cuajone, dejando sin este suministro a más de cinco mil personas que viven en la localidad aledaña a la operación minera.
Los dirigentes justifican este desmedido uso de la fuerza bajo el argumento de supuesta ocupación y uso de unos terrenos que supuestamente les pertenecerían y que Southern emplea para sus labores hace cincuenta años. Por este motivo, hoy exige el pago de una indemnización de cinco mil millones de dólares y una participación del 5% de las ganancias de la empresa. Es decir, dinero.
Queda claro que la comunidad tiene todo el derecho a efectuar este reclamo y a aspirar a estos beneficios, pero en un Estado de Derecho, debieran optar por hacerlo de forma pacífica y, solo después de agotar las vías del diálogo. Es inaceptable que se tomen medidas de fuerza para exigir una mesa de diálogo. Recurrir al uso de la violencia (incluso privar de agua a una población) para exigir una compensación económica es, por donde se la vea, una extorsión.
Normalización del empleo de la violencia
Lamentablemente, de un tiempo a esta parte, se ha normalizado el empleo de la violencia para solicitar beneficios económicos u otros, enmarcándolos en llamado “derecho a la protesta”. Esta neofigura consagra que quién protesta (por lo que sea), tiene franqueada la posibilidad de vulnerar las leyes impunemente, así estas amparen el derecho de otros. Incluso, está permitido violentar derechos fundamentales como el libre tránsito, a la integridad física, y, ahora, al acceso al agua.
Es por esta razón que ninguna institución pública ha levantado la voz para condenar que a una población de cinco mil personas se le haya privado del acceso al agua. Solo un twitter de la Defensoría del 14 de marzo, tímidamente señala: “Exigimos la restitución inmediata del abastecimiento de agua para el consumo humano de las poblaciones afectadas por el #ConflictoSocial. Las acciones de protesta no deben afectar el derecho fundamental de la ciudadanía de acceder a un servicio básico como el agua potable”.
Es en este tipo de situaciones, en la que un derecho fundamental está siendo vulnerado, cuando se justifica que el gobierno intervenga para restablecer el orden público y proteger a quienes están siendo vulnerados en sus derechos. La Constitución es clara al respecto. En el inciso 4 del artículo 118 se señala: Corresponde al presidente de la República: (…). Velar por el orden interno y la seguridad exterior de la República. Y en el artículo 166, se establece que: “La Policía Nacional tiene por finalidad fundamental garantizar, mantener y restablecer el orden interno. Presta protección y ayuda a las personas y a la comunidad. Garantiza el cumplimiento de las leyes y la seguridad del patrimonio público y del privado”.
Queda claro, que este gobierno no está dispuesto a cumplir con esta obligación constitucional, debido a que considera que el “derecho a la protesta” está por encima de otros derechos. Y es, justamente, esa es actitud la que esperan los dirigentes que acate Pedro Castillo. Así lo dejaron claro en un reciente comunicado de Aidesep, luego de amenazar con tomar el Lote 95 (PetroTal), advierten: “Si hay represión al pueblo en un gobierno que se supone que representa al pueblo, se acabará la actividad petrolera y se pedirá la vacancia del presidente Castillo”. Es síntesis, estamos en nuestro derecho de tomar este lote y el Estado no debe intervenir para restablecer el orden, porque este es un “gobierno que representa al pueblo”.
Los últimos gobiernos han sido cada vez más renuentes a emplear de la fuerza pública, incluso cuando grupos radicales ejercen la violencia contra ciudadanos indefensos o se vulnera el derecho de terceros. Ocurrió así, durante las marchas en el Valle del Tambo contra el proyecto Tía María en el 2019. Los dirigentes antimineros en ese tiempo, emplearon a una fuerza de choque autodenominada los Espartambos para enfrentarse a la policía y sembrar el terror en las localidades de Islay: prohibiendo la circulación de autos, el cierre de negocios e incluso impidiendo que los niños asistieran al colegio.
Esta resistencia para recurrir a la fuerza pública se debe, en parte, al lamentable saldo que han dejado los enfrentamientos entre manifestantes y policías: 143 en los últimos 14 años, además de miles de heridos.
Esta es una situación inaceptable, pero que se debe a la falta de interés de los gobiernos por capacitar y equipar adecuadamente a la policía. A pesar, que el Perú ha suscrito el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos no ha implementado una estrategia para contar con una fuerza adecuadamente formada, profesional y disciplinada para calmar o dispersar a una muchedumbre sin recurrir a la fuerza. En esta tarea disuasoria, también debiera actuar con firmeza las fiscalías y los juzgados.
Queremos dejar claro que no creemos que la solución a la conflictividad sea la represión, pero un Estado democrático no puede permitir que se emplee la violencia como método para obtener beneficios, más aún cuando en ese proceso se afecta el derecho de terceros.
El diálogo se ha institucionalizado
El Estado peruano en la última década ha construido una importante estructura e institucionalidad para promover el diálogo. Desde el 2006, se han creado oficinas de Gestión Social en todos los ministerios, gobiernos regionales e incluso locales. En el 2012 se creó la ONDS y en el 2017 el Viceministerio de Gobernanza Territorial como respuestas a la conflictividad social.
A lo largo y ancho de todo el país se han abierto espacios de diálogo, mesas, grupos de trabajo, comisiones y otros para atender conflictos y demandas ciudadanas. Según la Defensoría cerca del 70% de los conflictos activos cuentan con un espacio de diálogo. En todos ellos, se han suscrito importantes compromisos. De acuerdo con el Reporte Willaqniki N° 12, de los 3768 compromisos que atienden las demandas sociales, 2,050 estaban pendientes de cumplimiento, lo que representa el 54.4%. De ese total, el 79.9% corresponden a las entidades del Estado.
Recurrir a la violencia, bloqueos, paralizaciones y otras medidas de fuerza no están justificadas en democracia, y menos en una que se ha esforzado por institucionalizar el diálogo como mecanismo para resolución de desavenencias. Probablemente este mecanismo precise de mejoras, pero no es aceptable que se recurran a la violencia como mecanismo para exigir beneficios.
Cuando el Estado permite que se institucionalice el uso de la fuerza para imponer el derecho de unos cuantos, atropellando el de los demás, se abre la puerta del caos y de la violencia. Puesto, que aquellos a los que se les atropella sus derechos, estarán más predispuestos a defenderse empleando el mismo camino. Es entonces que el Estado deja de ser visto como un sistema adecuado para la intermediación de los intereses de distintos grupos.
Si los trabajadores mineros se ven obligados a recurrir a la fuerza para que se les permita seguir trabajando, la convivencia social corre serios riesgos y el estado de derecho se debilita, dando paso a la llamada Ley de la Selva, en la que cada uno debe velar por sus propios intereses.
Quienes creen que exigir que el Estado debe restablecer el orden público, es una medida autoritaria, no se dan cuenta que están debilitando de esa forma a la democracia. No imponer el orden público es un riesgo para la democracia. Actualmente, se han lanzado varios pedidos para que el Estado ponga mano dura. Lo ha hecho el Gobernador Regional de Apurímac, Baltazar Lantarón, quien ha solicitado que se declare el Estado de Emergencia al Corredor Minero, los sindicatos de trabajadores y los proveedores de este sector también han alzados sus voces en ese sentido.
Sabemos lo que les ocurre a las democracias que no son capaces de mantener el orden público. Los seres humanos han demostrado a lo largo de la historia que entre libertad y seguridad (orden), suelen optar por lo segundo. Después de gobiernos blandos en los que el desorden público campea, suelen venir gobiernos autoritarios que hacen del mantenimiento del orden y la seguridad el aval para desmantelar las garantías ciudadanas y mantenerse en el poder.