¿Tiene sentido prohibir la "corrupción privada"?
Hace pocos meses se ha aprobado un Decreto Legislativo para sancionar (penalmente) “actos de corrupción privados”. Esto ha sido tomado –generalmente- de forma positiva (al menos conceptualmente, fuera de las críticas técnicas de penalistas), sin embargo desde el punto de vista de regulación económica, cabe preguntarnos si es necesario o conveniente regular la actividad que se ha llamado “corrupción privada”. Para responder esto, cabe preguntarnos ¿es equivalente la corrupción privada a la pública? Y, más al punto aún, ¿tienen formas equivalentes de lidiar con los incentivos internos?
Creemos que no, para comenzar, sabemos que las empresas y los estados funcionan de manera bastante distinta cuando se trata de alinear incentivos de principales y agentes. Sabemos, gracias a Coase y su “The Nature of the Firm”, que las empresas cuentan con mejores herramientas para lidiar con “problemas de agencia”. Es decir, las empresas puedan organizarse de tal forma que los incentivos de los dueños (stakeholders), administradores (directores o gerentes) y empleados estén alineados. Es decir, que los incentivos de los trabajadores o administradores no “choquen” con los de los dueños, que al buscar su propio beneficio los trabajadores al mismo tiempo logren el beneficio de la empresa.
Piensen en el caso de un mozo. Si el mozo busca propinas, puede ser en desmedro de la empresa (el dueño del restaurante) porque puede incrementar las raciones a fin de ganar el favor de los comensales. ¿Cómo puede solucionar este problema el dueño del restaurante? Quizá dándole un bono por ganancias del restaurante o quizá limitando (y supervisando) el tamaño de las raciones o quizá haciendo que su sueldo no dependa de propinas.
En el caso de los funcionarios públicos, esta “alineación de objetivos” es más compleja porque es más difícil definir el producto, el precio, los clientes o los dueños de la “empresa” (que es el Estado). Su manera de lidiar con algo como “corrupción” es volviéndola un delito, que es supervisado por la policía, el Ministerio Público y la contraloría, entre otros.
En el ámbito privado, esa desalineación de objetivos no es habitualmente llamada “corrupción” sino simplemente una falta del trabajador que el empleador debe intentar corregir, haciendo cambios dentro de su propia organización.
Aquí alguien me podría decir “ok pero entonces por qué sancionamos los hurtos dentro de una empresa si igual la empresa podría controlar eso internamente”. Es un buen punto, pero no es correcto. Recibir “prebendas” en el marco de una relación entre dos empresas, es un costo de transacción quizá (o el “costo de hacer negocios” con tal o cual empresa, como se dice coloquialmente). En cambio, un hurto es la negación del mercado mismo.
Fuera de eso, quizá sería igualmente legítimo desregular algunos delitos cometidos en escenarios donde las víctimas están en mejor capacidad de regular la situación que el Estado. Por ejemplo, los hurtos al interior de una familia no están penalizados en ciertas circunstancias, precisamente porque los padres estarían en mejor condición de tratar un hurto entre hermanos que el Estado.
¿Qué pasa en otros países?
Fuera de esta explicación económica, también es un dato a considerar la falta de consenso mundial sobre la criminalización de la corrupción privada. La mayoría de países no lo considera un delito (ver estudio sobre el tema, aquí). Es cierto que muchos países “de primer mundo” sí lo hacen pero esto debe ser tomado con pinzas. La mayoría lo ha incluido como una falta equivalente a violaciones a las normas de libre competencia. Pero ojo que en Perú no existen delitos por violar normas de libre competencia. ¿Tiene sentido que se penalice solo una práctica (además sobre la cual no existe consenso) a pesar de no penalizarse las prácticas más comunes que violan la libre competencia?
En algunos temas es una virtud ser innovador, pero probablemente la regulación no sea uno de ellos. Quizá sería mejor enfocarnos primero en la corrupción pública, que es un tema más urgente que Perú tiene completamente desatendido. Nuevamente, nuestros reguladores deben considerar no solo lo que idealmente pueda parecer correcto (en este caso, cualquier cosa que suene a “combatir la corrupción” o seguir “estándares internacionales”), sino tener en cuenta el impacto de las normas en el mundo real, donde los recursos (incluyendo la capacidad de enforcement) son limitados y no todas las luchas son prioritarias.
En este caso, el sustento económico para combatir la corrupción privada es -a lo mucho- discutible, por lo que convendría enfocarnos en lo que no es discutible y sin duda genera un daño mayor al país: la corrupción pública.