El Mundial de la desigualdad, los liberales y los rojimios
El estadio de Manaos será una de las sedes del Mundial. Lo llamativo de este estadio no es solo que su construcción haya costado 280 millones de dólares –en parte por la dificultad de llevar los materiales a un lugar sin acceso por carretera-, sino el hecho de que solo será usado para cuatro partidos de la etapa inicial de la copa. Luego, el estadio no será usado o –en el mejor de los casos- será convertido en una cárcel, pues Manaos no tiene equipo profesional de fútbol (¡!). En Brasil, la fiesta del Mundial contrasta con una población que no está para nada contenta con el gobierno; sentimiento que se ha visto exacerbado con lo que es percibido como un despilfarro incitado por unas de las corporaciones multinacionales más exitosas y abrumadoramente poderosas: la FIFA.
El año pasado tuve la buena suerte de ir a Brasil, pero la mala suerte de llegar justo cuando estaban empezando las –ahora famosas- protestas. A pesar de vivir en Perú, un país no exento de protestas, las de Brasil me sorprendieron particularmente. Esto por su magnitud, por estar difundidas en todo el país que –de por si- es mucho más grande y poblado que Perú. En el hotel, veía pasar helicópteros mientras veía en las noticias como estaban quemando el Congreso (federal, de Río de Janeiro).
Los motivos de las protestas son el incremento de precios del transporte público; la realización de los juegos olímpicos en Rio; el reclamo de mayor gasto en salud y educación y –claro está- el desmesurado gasto para la realización del Mundial. Por si no fuera poco, la FIFA ha presionado para no pagar tributos, aumentando sus ya exorbitantes ganancias; además de haber hecho lobby para que Budweiser –patrocinador- pueda vender cerveza, a pesar de la inseguridad que ocasiona en los estadios. Para ver todos los atropellos juntos en un excelente video: aquí.
Socialismo y teoría económica de la regulación: ¿qué tienen en común?
Me han dicho tantas veces que soy un “agente de las empresas” (para decirlo bonito) por decir que deberían anular tal o cual regulación; que no me alcanzan los dedos de las manos para contarlas. Sin embargo, si habitualmente me opongo a la regulación es porque sé que el Estado y las empresas están habitualmente unidas –sobretodo en los países mercantilistas- en perjuicio de la sociedad, cuando utilizan la regulación para promover sus intereses. Muchas veces se cree que la regulación va en contra de las empresas, cuando la mayoría de veces es lo inverso. La regulación se vende –como cualquier producto- al mejor postor. El mejor postor es habitualmente el que tienen más recursos, está mejor organizado y puede capturar mejor las ganancias. Piense, por ejemplo, en la regulación de la publicidad: ¿cuál es el efecto de restringir la publicidad de un producto? Subir su precio y reducir la competencia. ¿A quién le conviene tener menos competidores y un precio más alto? Ahí tiene su respuesta.
Mis amigos rojimios suelen tener una aproximación semejante, solo que dramatizan lo que yo veo como un proceso económico “natural”. Así, su discurso suele ser un poco más contestatario en contra del orden establecido: “el sucio capital”; “las malditas empresas”, etc.
Donde habitualmente diferimos es en las recetas: mientras que los más “liberales” pensamos en términos de desregulación, los menos liberales –desde mi punto de vista, contradictoriamente- ponen énfasis en el control estatal de las empresas. Con ideas románticas, creen que el Estado se puede reformar, de tal modo que deje de servir los intereses de los grupos empresariales, gremios o incluso a los consumidores y pase a servir a la sociedad. Para ellos, la “mala” regulación, no necesariamente tiene que pasar a ser no-regulación, sino una mejor regulación.
Últimamente, para empeorar el panorama, ha surgido un tal Piketty que propone mayor redistribución para aliviar problemas de pobreza y desigualdad. Ha justificado su retórica distributiva en el supuesto beneficio que tendría la mayor igualdad en el crecimiento de los países. Sea esto cierto o no, no deja de ser una idea romántica e impracticable, por cuanto, como nos enseña Holcombe (1998: Tax Policy from a Public Choice Perspective. National Tax Journal), el sistema fiscal no es un buen instrumento redistributivo, por dos motivos:
“(…). En primer lugar, el uso explícito de los impuestos como mecanismo redistributivo invita al incremento de los costos políticos. En segundo lugar, el proceso democrático de toma de decisiones no es muy adecuado para mejorar el bienestar social a través de la redistribución de cualquier modo, ya que éste tiende a favorecer a los que tienen poder político en lugar de aquellos que están en necesidad”.