El Derecho y las alcantarillas: acerca del control difuso administrativo
El genio de los romanos puede ser apreciado a través de sus creaciones, que siguen teniendo impacto en la actualidad. Una de ellas fue el sistema de alcantarillado. Imagine las enfermedades que provocaría no contar con uno. Otro gran aporte de los romanos fue el Derecho. Muchos profesores ven al Derecho como un arte, una ciencia o, inclusive, al nivel filosófico. Desde mi punto de vista, es más propio ver el Derecho como equivalente a un sistema de alcantarillado y es –en ese sentido- una muestra más del genio romano para las cosas prácticas. Ni el Derecho ni las alcantarillas sirven porque sean lógicas, se rijan por la ley de la causalidad o formen parte de un sistema filosófico más grande; salvo para la justificación de la existencia del Derecho mismo o algunos principios básicos, como la limitación del poder. Al igual que las alcantarillas, la forma del Derecho –por lo menos en discusiones operativas o de detalle- está supeditada a su utilidad, no a su correspondencia con la lógica, la naturaleza o la verdad.
Hace pocas semanas, el TC declaró –contradiciendo un precedente anterior- que los tribunales administrativos no pueden realizar control difuso. Esto quiere decir que si se topan ante una norma que -para ellos- es inconstitucional, deberán aplicarla igual. No puedo dejar de pensar en la idea del Derecho como ciencia o como parte de un sistema filosófico cuando leo comentarios como este, de Alfredo Bullard: “Como ya debe saber, la Constitución prima sobre toda otra norma legal. Por ello, si hay una contradicción entre la Constitución y una ley, se debe preferir lo que dice la Constitución. Ello tiene lógica: la Constitución reconoce los derechos fundamentales, es decir, aquellos que no pueden ser desconocidos. Si una ley los desconoce, aplicarla es vulnerar nuestros derechos más básicos”.
Si una alcantarilla no sirve, la reemplazo o la cambio de forma, no argumento que “es lógico que las alcantarillas vayan de Norte a Sur”. Eso no equivale a decir que el Derecho no tenga reglas, pero las reglas son arbitrarias (en el sentido dicho líneas arriba) y no responden a otro amo que no sea la utilidad. Las normas legales no sirven porque sean “lógicas”. Sin duda, si fueran esclavas de la lógica, las normas constitucionales deberían primar siempre sobre las normas legales y las normas legales sobre los reglamentos y los reglamentos sobre las decisiones de las autoridades en casos particulares.
Esto –entendido a rajatabla- haría la aplicación del Derecho impracticable (inútil). Por eso, el mismo Bullard había señalado en otro lugar (Themis 51) que “(…) si bien uno de los principales principios de nuestro ordenamiento jurídico es el principio de jerarquía, el principio de legalidad también tiene un rol que jugar dentro de nuestro ordenamiento jurídico”. En cristiano, esto quiere decir que si bien reconocemos que la Constitución prima sobre las leyes –en abstracto- las leyes deben ser cumplidas; salvo que una autoridad con suficiente poder declare que la ley es inválida. Ahora, ¿cuál es esa autoridad? Esta pregunta no tiene nada que ver con la lógica. Su respuesta, tampoco.
Difícilmente va a haber una norma constitucional que diga “se pueden comer manzanas” y una norma legal que la contradiga de manera explícita “no se pueden comer manzanas”. Habitualmente, estaremos ante principios constitucionales generales -que admiten excepciones- y normas legales que pretenden ser excepciones a dichos principios. Por ejemplo, normas que regulan el comercio, limitando el derecho fundamental a la libre iniciativa privada. Si llevamos el principio de jerarquía al extremo, cualquier comerciante podrían desconocer la ley, por considerarla inconstitucional.
De esta manera, fuera de la “lógica”, que –como dijimos- tiene tanto que ver en el Derecho como en las alcantarillas, lo que importa es la “conveniencia”. No es correcto hacer una interpretación maximalista del principio de jerarquía (la Constitución siempre debe primar sobre las leyes), sino que se deben aplicar las normas de tal manera que lleven a un resultado practicable y útil.
En lo que estamos de acuerdo, es que debe haber algún sistema para declarar inconstitucionales leyes que vayan en contra de la Constitución. Si esa potestad solo la debe tener el Congreso o también el TC o no solo él sino también los jueces ordinarios o, incluso, también las instancias administrativas, es otra discusión. Todos también estamos de acuerdo en que una persona privada no se puede oponer a cumplir una ley basada en su propia interpretación de la Constitución.
Ahora, ¿qué tanto le agrega o quita este retiro de facultades a los órganos administrativos? Según este reporte, poco. Los tribunales administrativos no han utilizado de manera frecuente la facultad de declarar las normas inconstitucionales. Y mejor que no lo hayan hecho, pues de haberlo hecho se hubieran enfrentado al Congreso, el cual hubiese sacado una ley prohibiendo a las entidades administrativas hacer control difuso. Y esto nos hubiera llevado –a su vez- a la paradoja: ¿pueden los tribunales administrativos declarar inconstitucional una ley que les prohíbe declarar inconstitucionales las leyes?
Esto, al final, trae una pregunta más compleja, ¿quién es el árbitro final de la interpretación constitucional en Perú? ¿El Congreso, TC, los jueces o los órganos administrativos? A saber, el Congreso, al dar una norma, está “interpretando” que es válida y constitucional. ¿Puede un ente administrativo contradecirlo? Esta pregunta no se resuelve mirando la Pirámide de Kelsen (en la foto).
Por lo demás, los administrados no estamos desamparados. Si una instancia administrativa aplica una norma que consideramos inconstitucional, podemos discutir esa decisión ante un juez (que conserva la potestad de hacer control difuso).