Cinco recomendaciones para un mejor diseño de políticas públicas. #1: ¿Cuándo y cuánto regular?
Gordura, accidentes o corrupción, todas
son cosas malas, pero son la contraparte de algo que -en cierto sentido- queremos como sociedad. No queremos
combatir la gordura hasta llevarla a cero
-es decir, queremos cierto nivel de
gordura- por múltiples motivos, incluyendo:
-
Nos gusta comer, incluyendo
comida no saludable.
-
Nos gusta descansar u odiamos
hacer ejercicio.
-
Nos gusta elegir por nosotros
mismos qué comer o cuánto ejercicio hacer.
-
Nos gustaría destinar
recursos a otras cosas aparte de combatir la gordura.
[Imagen: "1984", publicidad de Apple]
Una lista semejante puede ser hecha con
los otros ejemplos. Esto no niega que la gordura sea mala en cierto sentido, así
como lo son los accidentes, la corrupción o la discriminación. Sin embargo,
también es verdad que no necesariamente queremos desaparecer esas cosas malas a
cualquier costo. Como sociedad, eliminar los accidentes de tránsito sería tan
fácil como prohibir los autos. Sin embargo, ¿estamos dispuestos a hacerlo? En
la realidad, no tenemos una varita mágica para eliminar problemas, así que
tenemos que asumir los costos de hacerlo.
Una vez que hemos determinado que cero no
es -necesariamente- el nivel que queremos, se mantiene la pregunta: ¿cuál
es el nivel que queremos? Muchas veces las políticas públicas -como la
eliminación de la comida chatarra o normas de tránsito más duras- se justifican
en números: “2 mil muertes”, “2 millones de personas con sobrepeso”, etc. Por
más cierta que sea esa información, no responde la pregunta de cuál es el nivel
de accidentes o de gordura que queremos como sociedad, del mismo modo que saber nuestro peso no responde la pregunta acerca de
cuánto queremos pesar. Es un dato a tener en cuenta, pero no es ni el
problema, ni la respuesta al problema, por si mismo.
“Cuál es el nivel que queremos” es una
pregunta incómoda porque implica aceptar que “queremos” cierto nivel de
accidentes o de corrupción, pero requiere ser contestada. Para contestarla, se
necesita un parámetro. La economía, lejos de rehuir a la cuestión, nos da una
respuesta: existe un nivel “óptimo” de accidentes o de corrupción.
Ese nivel está asociado al concepto de “utilidad”, que es lo más cercano al
concepto de “felicidad” en las ciencias sociales. A su vez, ambos conceptos
están asociados a las eficiencias de Pareto o Kaldor-Hicks.
Surge otra pregunta, ¿cómo calcular
cuando estamos en un nivel eficiente? Históricamente, la mejor manera -en
ausencia de fallas de mercado- es dejar que las personas elijan libremente. Por
eso, es muy complicado justificar una norma que regule la comida chatarra,
desde el punto de vista económico. Las personas saben mejor lo que las hace
felices: si ser más productivas o entregarse al placer. En otros casos, como el
homicidio, las externalidades son tales que más bien es difícil no justificar
una regulación estricta que adivine -siempre cerca de cero- el nivel de homicidios
óptimo en una sociedad. Otros casos son más polémicos, como la discriminación,
donde algunos creen que el
mercado llevaría a niveles óptimos, mientras que otros piensan que no.
Ahora, llegar a un nivel óptimo o a la
mayor utilidad social no son los únicos fines que podría perseguir un Estado. La
utilidad social, entendida en su asociación con el libre mercado, parte de una
concepción “individualista”. Se puede admitir, así, que una concepción “colectivista”
nos lleve a preferir otros parámetros. Por ejemplo, podríamos pensar que más
allá de las preferencias de las personas por la productividad y el placer,
todos deberíamos de ser más flacos y productivos, para que nuestra Nación pueda
ser más poderosa que sus vecinos. Eso no nos hará más “felices” individualmente,
pero sí nos hará un mejor país desde el punto de vista de una persona o una
mayoría de personas con un ideal, que el resto puede o no compartir.
Existen personas en nuestro país que
creen en esta visión colectivista. Esas personas a veces justifican sus
prescripciones usando conceptos de la economía, para convencer a todos, incluso
a los que tenemos convicciones más cercanas al individualismo. Por ejemplo, en
el caso de la comida chatarra, en lugar de hablar de las supuestas fallas de
mercado en la industria -las inexistentes externalidades producidas por los
obesos-, deberían basar sus prescripciones en la visión que tienen de un país
con personas más productivas y -presumiblemente- más sanas, a expensas de sus
preferencias individuales. Decir que las personas estamos poco informadas o que
tenemos fallas cognitivas, lejos de asumir que -en este caso- se están
reemplazando las preferencias individuales por las colectivas, lo que hace es
negar -artificiosamente- que esas preferencias individuales hayan sido
válidamente expresadas a través del libre mercado.
Regresando al punto inicial: a falta de
una varita mágica, asumamos que no necesariamente queremos desaparecer por
completo las cosas malas. Esto implica que queremos
un determinado nivel de cosas malas. Es necesario establecer un parámetro para
comparar nuestro nivel actual con el nivel que queremos. Ese nivel y parámetro
dependerán de si tenemos una visión individualista o colectivista de la
sociedad. En caso tengamos una visión individualista, el mercado -cuando no
tiene fallas- es una buena manera de llevarnos al nivel óptimo. Si tenemos una
visión colectivista, tratemos de formularla sinceramente y en voz alta. Si no
somos capaces de decirla y asumir sus consecuencias sin avergonzarnos, quizá
somos más individualistas de lo que pensábamos.
el próximo martes abordaré una segunda recomendación: no confundir
“redistribución” con “beneficio” o “costo”.
me pueden contactar en Twitter @osumar