El algoritmo también vota: cómo el marketing político digital redefinió el triunfo de Mamdani
Hay campañas que se ganan con slogans.
Y hay campañas que se ganan con ecos. Ese es el marketing político digital.
La de Zohran Mamdani en Nueva York pertenece a la segunda categoría: no fue solo una elección, fue un fenómeno de resonancia digital. Un caso donde las redes no amplificaron un mensaje, sino que lo convirtieron en movimiento. Mientras los noticieros analizaban encuestas, los algoritmos ya habían elegido a quién escuchar. Y lo que escucharon fue una voz joven, disruptiva, capaz de hablar “el mismo idioma” que la ciudad.
Mamdani, de 34 años, no ganó con maquinaria ni presupuesto. Ganó con narrativa. Su campaña no buscó imponer un discurso, sino convertirlo en relato compartido. No hablaba “de él”, sino “desde nosotros”. El eje no fue el cambio, sino la pertenencia. Jóvenes, inmigrantes, trabajadores y artistas se reconocieron en su mensaje sobre asequibilidad y dignidad urbana. Ese reconocimiento fue emocional antes que ideológico.
El nuevo poder no se ejerce desde la tribuna, sino desde el feed. Las redes, que hace una década eran el apéndice de una estrategia, hoy son su epicentro. En ellas se forjan identidades, se validan liderazgos, se mide legitimidad. Mamdani entendió algo esencial: que la política contemporánea no se trata de hablar más, sino de sonar verdadero. De eso se trata el marketing político digital.
Nada en su estética parecía diseñado, y sin embargo todo lo estaba. Tipografía minimalista, videos con errores humanos, fotos sin retoque. En un entorno saturado de filtros, la imperfección se volvió símbolo de autenticidad. Cada pieza comunicaba coherencia entre discurso y forma. En la política del siglo XXI, la estética no adorna el mensaje: lo es.
El algoritmo, ese juez invisible que decide qué vemos, se convirtió en su aliado involuntario. No porque lo controlara, sino porque lo entendió. En lugar de pedir votos, pedía participación. En lugar de informar, invitaba a crear. Decenas de videos, memes y clips nacieron de sus seguidores. Cuando la audiencia siente que el mensaje le pertenece, deja de ser audiencia y se convierte en comunidad.
La campaña de Mamdani funcionó como una máquina emocional de retroalimentación. Su contenido obtenía un engagement hasta 14 veces mayor que el de su rival. No solo por creatividad, sino por credibilidad. Los votantes ya no confiaban en los discursos oficiales, pero sí en las voces que sonaban como ellos. Lo que comenzó como tendencia digital terminó convertido en capital electoral.
En un tiempo dominado por la desconfianza, Mamdani fue una excepción: un político que parecía humano. No escondió sus posturas, ni sus contradicciones. Hablaba de su origen inmigrante, de su madre ugandesa, de su militancia socialista. Lo que antes hubiera sido riesgo, hoy es virtud: coherencia percibida. La vulnerabilidad se ha convertido en el nuevo signo de autoridad.
Su triunfo revela un cambio más profundo: la política ya no se gana con ideas, sino con atención. El voto se ha vuelto un reflejo de nuestras burbujas algorítmicas. Las decisiones se construyen a partir de lo que vemos, y lo que vemos depende de quién domina la conversación digital. El político eficaz ya no es quien controla el mensaje, sino quien comprende cómo se comporta la atención.
Pero esa transformación encierra también su sombra. Si el algoritmo decide qué historias se amplifican, ¿no está también decidiendo qué verdades sobreviven? La emocionalización del voto puede inspirar participación, pero también polarización. En un entorno donde lo viral sustituye a lo veraz, la democracia corre el riesgo de volverse un espectáculo de afinidades. Lo que hoy moviliza puede mañana manipular.
Aun así, su victoria marca una frontera. Representa el paso de la política institucional a la política cultural. Mamdani no solo ganó una elección: definió un nuevo modelo de liderazgo basado en conexión, no en estructura. Su movimiento fue la traducción política de un principio que los marketeros conocen bien: sin comunidad, no hay marca; sin narrativa, no hay poder.
El algoritmo no tiene ideología, pero sí sesgos. Premia lo emocional, lo inmediato, lo humano. En ese sentido, su lógica es tan antigua como la comunicación misma: escuchar al corazón antes que a la razón. La diferencia es que ahora ese instinto está programado. La atención se mide, se optimiza, se monetiza. Y los líderes que comprendan esa dinámica podrán influir más allá de los canales, incluso más allá de la verdad.
El triunfo de Mamdani, por tanto, no solo pertenece a Nueva York. Pertenece a toda ciudad donde la legitimidad se construya a partir de pantallas. En el Perú, las elecciones de 2026 probablemente serán las primeras donde el algoritmo no solo amplifique la política, sino que la dirija. La conversación digital ya no será un espejo del debate público: será el debate público. Las próximas elecciones pondrán a prueba hasta qué punto el marketing político digital puede modelar el destino de un país.
Ya no bastará con comprar pauta o llenar plazas. El poder se medirá en atención, no en minutos de televisión. Los candidatos que aprendan a traducir emociones en contenido, que entiendan los códigos culturales de las redes, que sepan cuándo hablar y cuándo escuchar, marcarán el ritmo de la conversación nacional.
El desafío no es tecnológico, es humano. En un entorno donde todo compite por atención, los líderes deberán decidir si usan las redes para conectar o para manipular. La diferencia es sutil, pero decisiva: conectar genera confianza; manipular genera clics. Una produce liderazgo; la otra, ruido.
Tal vez el algoritmo no vote.
Pero hoy, sin duda, decide quién llega a ser escuchado.
Y en tiempos donde ser escuchado equivale a existir, esa es la forma más silenciosa —y peligrosa— de poder.

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