Sin igualdad ante la ley, no hay inclusión social
En el libro What Money Can’t Buy: The Moral Limits of Markets (“Lo que el dinero no puede comprar: los límites morales de los mercados”), Michael J. Sandel el filósofo norteamericano y profesor de la Universidad de Harvard, describe con elegancia la diferencia entre una multa y la tasa que se paga para acceder a un derecho.
Una multa refleja el rechazo moral hacia una práctica mientras que una tasa fija un precio sin mediar ninguna consideración moral.
Cuando se impone una multa, por ejemplo, por miccionar en lugares públicos, el mensaje que se le da a la sociedad es que esa práctica es incorrecta y, por lo tanto, que debe evitarse. ¿Qué pasaría si todos hicieran los mismo?
Para evitar eso existen las multas. Sin embargo, estas no siempre cumplen con su función. ¿Cómo así? Muy sencillo. Imaginemos que ensuciar con basura nuestros monumentos históricos (por ejemplo, Machu Picchu), estuviera penado con una multa ¿qué ocurriría si un millonario extranjero o un empresario peruano decidiera que es mejor pagar la multa que seguir llevando consigo sus desperdicios?; o ¿qué ocurriría si la probabilidad de recibir la multa luego de ser sorprendido cometiendo la infracción sea muy baja para dichos malos turistas?; o, peor aún, ¿qué ocurriría si, a pesar de haber recibido la multa, fuera posible que dichos malos turistas eviten el pago y sigan sus vidas con normalidad como si no hubiera pasado nada?
En el primer caso, lo que los turistas adinerados – nacionales o extranjeros – estarían haciendo sería tratar las multas como una tasa. Es decir, como el precio por pagar por ensuciar. Si toda la sociedad se comportara así, el país se convertiría en uno donde “el que tiene plata, hace lo que le da la gana”. En el segundo caso, lo que los turistas adinerados estarían haciendo es aprovechar la debilidad del brazo fiscalizador de las autoridades con relación a su alto poder económico. En el tercer caso, lo que los turistas estarían haciendo es aprovechar la fragilidad instiucional del país para no cumplir con la ley.
Cuando esto ocurre en un país, se agravan las brechas entre los ciudadanos. Ya no las de ingreso o del acceso a las oportunidades pero sí las de la responsabilidad ante la ley. En países desarrollados, el brazo de la ley llega a todos los ciudadanos, independientemente de su condición social. Este – y no la tasa de crecimiento del PBI – es un indicador inequívoco de desarrollo económico y social. Por ejemplo, en Finlandia, las multas de tránsito de fijan en función del ingreso del chofer que comete la infracción. En el año 2003, Jussi Salonojam el heredero de 27 años de un próspero negocios de embutidos recibió una multa de US$217,000 por manejar a 80 km / h en una zona de 40 km / hm. La razón es que, al ser uno de los hombres más ricos de Finlandia, tenía un ingreso anual de 7 millones de euros. Con multas así, Finlandia se asegura no solo de cubrir los costos de un comportamiento tan riesgoso sino también que el infractor sienta la gravedad de su falta, ya sea por la vergüenza que genera cuando se hace pública una multa tan elevado o por el golpe que recibe su cuenta bancaria.
Con esto en mente, en Proexpansión analizamos el tema en el informe “La defensa de los consumidores en el boom económico”. Nos concentramos en analizar el efecto disuasivo de las multas o sanciones aplicadas a empresas privadas por alguna entidad pública del sistema de protección al consumidor. Lo que encontramos fue que Perú todavía tiene mucho espacio para mejorar en lo que se refiere a la autoregulación de las empresas privadas y, desde el lado del Estado, en la fijación de multas como herramienta para erradicar prácticas no deseadas del accionar empresarial.
En primer lugar, encontramos que el valor de multas por infracciones carecen de efecto disuasivo. Actualmente, para determinadas industrias, las multas son muy bajas en relación con el tamaño de las empresas infractoras y no exigen una compensación adecuada por el daño generado a los consumidores. Por ende, su efecto disuasivo se minimiza. En gran parte esto se explica porque el daño generado a la sociedad por las distintas infracciones no se mide adecuadamente y porque la regulación de algunos sectores establece límites relativos muy bajos para las sanciones en comparación con el tamaño de las empresas que operan en el sector y su capacidad para afectar la vida de los consumidores. Por ejemplo, un derrame de cobre en el departamento de Áncash le valió a Antamina, una empresa con ingresos anuales por US$ 2,700 millones de dólares, una multa por US$ 77 mil en junio pasado. Otro ejemplo es el de la multa más alta impuesta a Telefónica del Perú por Osiptel en el año 2012 por cortar el servicio de telefonía en comunidades rurales por más de 30 días en un año, la cual ascendió a S/. 3.3 millones.
En segundo lugar, encontramos que, a pesar de que el marco institucional está – al menos en el papel – en su lugar, la capacidad de fiscalización de las entidades públicas es muy limitada. En gran medida, esto se debe a que las entidades carecen de los recursos necesarios para supervisar, fiscalizar y sancionar a las empresas que cometen infracciones con eficiencia. Para citar solo tres ejemplos: Osiptel dispone para el año 2013 de un presupuesto algo superior a los US$ 3.5 millones para supervisar y fiscalizar a un sector cuyas empresas generan ingresos operativos por cerca de más de US$ 4,700 millones; Produce, por su parte tiene un presupuesto de fiscalización algo superior a los US$ 3 millones para supervisar y fiscalizar a empresas que exportan casi US$ 5,300 millones por año.
En tercer lugar, encontramos que, aún a pesar de tener un bajo valor relativo a los ingresos de las empresas, cuando se fijan las multas, las empresas pueden recurrir a maniobras legales que retrasen el pago o que lo eviten del todo. Por ejemplo, en el año 1996, Indecopi inició una investigación para probar la existencia de concertación de precios del pollo, ante evidencia inicial que señalaba que las empresas avícolas habían coordinado acciones para evitar la sobreoferta de pollo. Luego de que Indecopi dictaminara la culpabilidad de las empresas avícolas en 1998, sancionándolas con 1,200 UIT (S/. 3.2 millones para una industria que hoy en día genera S/.11 mil millones), estas recurrieron a la vía judicial. No fue sino hasta el 2010, 14 años después, que la Corte Suprema de Justicia determinó corroborar el dictamen del Indecopi. El pago, sin embargo, todavía estaría pendiente. En materia ambiental, la OEFA estimó que, a mayo de 2013, el Poder Judicial ha paralizado los cobros de sanciones ambientales por S/. 92 millones, lo que equivale al 81% del total de multas impuestas por las Entidades de Fiscalización Ambiental (EFA).
¿Qué se puede hacer?
Con más información, se pueden fortalecer los mecanismos de sanciones “morales” hacia las personas o negocios que cometen infracciones. Con más presupuesto para fiscalización, con fijación de multas con mejores criterios técnicos y con regulación que impida que las empresas maltraten sistemáticamente a los consumidores, se puede empoderar al Estado para que ejerza mejor su rol de supervisión y fiscalización. De la misma manera como los peruanos nos escandalizamos porque un chofer siga manejando a pesar de tener 200 infracciones de tránsito impagas, también nos debería escandalizar que un banco tenga más de 200 sanciones de Indecopi desde enero de 2011. No hay que tener miedo para actuar porque sin igualdad ante la ley, tampoco hay inclusión social.