¿Existe un nuevo consenso sobre las desigualdades de Francisco H.G. Ferreira?
Mientras a nivel internacional, aún en el Foro Económico Mundial, existe una gran preocupación por los impactos de las elevadas desigualdades económicas, en el Perú es un tema fuera de agenda. No es de interés del Estado: ni del Poder Ejecutivo, ni del Legislativo y menos de los empresarios. Lo único que importa es enfrentar la pobreza, soslayando las grandes distancias que en todo orden de cosas separan a los peruanos. Nos olvidamos de que estas explican nuestra desafortunada desintegración y fragmentación, que destruye la cohesión social, impulsa la ingobernabilidad y afecta el crecimiento económico.
En esta ocasión vamos a reseñar los planteamientos del Prof. Francisco H.G. Ferreira. Él es catedrático Amartya Sen de Estudios sobre la Desigualdad en la London School of Economics, donde también dirige el Instituto Internacional de Desigualdades. Es economista y su trabajo se centra en la medición, las causas y las consecuencias de la desigualdad y la pobreza en los países en desarrollo. Este documento es parte del libro sobre el Consenso de Londres, principios económicos para el siglo XXI.
Ideas clave
El autor se interroga sobre si treinta años después del Consenso de Washington (CW) existe un nuevo consenso político que aborde el problema de la desigualdad. Para Ferreira existe una aceptación generalizada de que existen múltiples desigualdades interrelacionadas y que se refuerzan mutuamente —en ingresos, riqueza, educación, salud, poder y reconocimiento— y que estas desigualdades son, en general, demasiado elevadas.
A su juicio también se ha producido un cambio significativo hacia la opinión de que estas desigualdades son importantes, tanto por su relevancia intrínseca como por sus efectos perjudiciales en la eficiencia económica y las instituciones políticas. Sin embargo, existe mucho menos consenso, quizás sorprendentemente, sobre cuáles son los niveles reales de desigualdad de ingresos, y hay percepciones erróneas comunes sobre sus tendencias.
En términos de política, existe un cierto grado de consenso respecto a la conveniencia de diversas políticas de predistribución, que abarcan desde el desarrollo de la primera infancia hasta la inversión en una mejor enseñanza. En ciertos sectores, también se coincide en que se necesitan una regulación antimonopolio más estricta, sindicatos más libres y una tributación más progresiva en la mayoría de los países. Pero se sabe poco sobre cómo brindar a las pobres oportunidades reales para romper el ciclo de transmisión intergeneracional de las desventajas.
El olvido
Ferreira recuerda que la palabra desigualdad no aparece —ni una sola vez— en el documento de 5,806 palabras del CW, mientras que pobreza tiene una sola mención. Por el contrario, unos treinta años después, resulta difícil imaginar que ocurra lo mismo con cualquier intento de resumir el conjunto de instrumentos políticos necesarios para abordar los problemas actuales, tanto en América Latina como en cualquier otro lugar del mundo.
La década de 1980 probablemente marcó el punto más bajo de atención a las cuestiones distributivas tanto en la economía convencional como en las políticas de desarrollo. Los problemas globales más acuciantes del momento eran esencialmente macroeconómicos. En EE.UU y Gran Bretaña triunfó el neoliberalismo, y la desigualdad había sido una preocupación que se identificaba claramente con el bando perdedor de la caída del Muro de Berlín y sus afectaciones consiguientes.
Ferreira anota que esto comenzó a cambiar gradualmente en la década de 1990, pero fue la crisis financiera mundial de 2007-2009 y el auge de los movimientos Occupy en EE.UU lo que transformó el discurso en los principales países anglófonos, que, marcaban en gran medida la agenda intelectual y política en economía. Asimismo, libros de divulgación de destacados economistas se convirtieron en grandes éxitos de ventas, como los de Piketty y otros. En 2006 el Banco Mundial desarrolló el tema en su informe mundial y una década después se sumó el FMI.
Variedades
El autor anota que existe un amplio consenso en que la desigualdad no es un concepto único ni unidimensional. Si bien la mayor parte del debate se centra en la desigualdad de ingresos, también existe desigualdad en la riqueza, en el rendimiento académico y en los resultados de salud. Hay desigualdades en el poder político y la participación, en la capacidad de acción y el reconocimiento social, y en las oportunidades de desarrollo futuro.
Estas múltiples desigualdades están interconectadas de maneras complejas y son relevantes por diferentes razones. Aunque es imposible abarcar todo este panorama aquí, Ferreira presentan tres hechos básicos sobre los que existe un amplio acuerdo, así como dos áreas donde los hechos siguen siendo objeto de debate.
Acuerdos
En primer lugar, existe un amplio consenso en que, salvo raras excepciones, las desigualdades en ingresos y riqueza se consideran elevadas en todos los países, excepto en un puñado de ellos. En segundo lugar, la desigualdad de ingresos y riqueza no se presenta de forma aislada. Está asociada a marcadas desigualdades en otros ámbitos de la vida, como la educación y la salud. Por ejemplo, la esperanza de vida de los hombres que pertenecían al 5% más rico en EE.UU era un 25% mayor que la de aquellos que pertenecían al 5% más pobre.
En tercer lugar, también se acepta ampliamente que algunas desigualdades son más evidentes que otras, como las que existen entre hombres y mujeres (en ingresos y accesos), entre diferentes grupos raciales, de casta o religiosos. Las desigualdades de género siguen estando muy extendidas, aunque no siempre de la forma esperada.
Desacuerdos
Ferreira señala que hay dos áreas donde hay menos acuerdo, y ciertamente ningún consenso. La primera de ellas se refiere a los niveles exactos de desigualdad de ingresos en casi cualquier país varían entre diferentes autores e instituciones con indicadores y metodologías de desigualdad diferentes.
Un segundo ámbito donde quizás haya menos consenso del que parece a simple vista es la evaluación generalizada de las recientes tendencias de desigualdad, especialmente dentro de los países. Sin embargo, existe, por supuesto, un consenso en que la desigualdad ha aumentado (enormemente) en EE.UU, independientemente de la fuente de datos.
Asimismo, existe consenso sobre las tendencias en la mayoría de los países desarrollados, tanto si la desigualdad ha aumentado recientemente (como en el Reino Unido hasta 2000-2002) como si no (en Francia). De hecho, si se calcula un promedio entre los países desarrollados, la desigualdad ha ido en aumento en general durante los últimos 30-40 años. Por otra parte, entre los países en desarrollo, existe una heterogeneidad mucho mayor en cuanto a las tendencias de desigualdad.
Impactos
Ferreira señala que si bien existen economistas que plantean que la problemática de la desigualdad no importa —como en el Perú—, la opinión dominante (y entre los responsables políticos) hoy en día es que la desigualdad excesiva es algo malo, al menos por tres razones. En primer lugar, la desigualdad —y algunas de sus formas en particular— tiene un impacto directo e intrínseco en las personas. Lo anterior, demostrado a través de pruebas utilizando la economía experimental.
En segundo lugar, existen numerosas pruebas que sugieren que la desigualdad, combinada con diversas imperfecciones del mercado, implica que algunos proyectos de inversión eficientes no se lleven a cabo, lo que reduce la eficiencia en la asignación de recursos y, muy probablemente, el crecimiento económico. Por ejemplo, la ampliación de oportunidades a grupos marginados eleva la productividad. Asimismo, hay evidencia sólida de que la desigualdad de oportunidades se asoció negativamente con el crecimiento económico en 26 estados de EE.UU. entre 1970 y 2000.
En tercer lugar, existe una creciente aceptación de que una alta desigualdad también puede perjudicar a una sociedad al disminuir la calidad de sus instituciones políticas, las cuales son importantes tanto por su valor intrínseco como por los efectos que tienen sobre los resultados económicos. La idea fundamental de que una alta desigualdad de riqueza puede conducir a la captura del Estado por una pequeña élite, cuyos intereses pueden no coincidir con los de la mayoría y que, por lo tanto, puede optar por políticas que no sean óptimas para el conjunto.
¿Qué hacer?
Ferreira anota que la tarea de reducir las desigualdades es difícil, ya que la gran institución que reproduce la desigualdad es, en realidad, la familia, simplemente porque todos desean brindar a sus hijos las mejores oportunidades posibles, pero las familias con mayores recursos lo logran con más éxito que aquellas con menos recursos. En consecuencia, una provisión equitativa de servicios públicos para todas las familias, si bien probablemente represente una mejora en gran parte del mundo, no basta para eliminar por completo la transmisión y la reproducción de la desigualdad.
Sin embargo, para el autor, el abanico de políticas potencialmente relevantes es enorme, ya que cualquier política que afecte los ingresos de las personas repercutirá en la desigualdad. En términos generales, se podría dividir el ámbito político en tres grandes subgrupos: 1) las que afectan el potencial de ingresos de las personas antes de su incorporación al mercado laboral; 2) las que afectan el funcionamiento de los mercados de productos, trabajo y capital; y 3) las políticas que redistribuyen los ingresos —o la riqueza— a posteriori.
Resultados
El autor señala que existe un mayor consenso respecto al primer grupo, a menudo descrito como políticas de predistribución. Esta se refiere a las inversiones públicas destinadas a mejorar la acumulación de capital humano de los menos favorecidos, en parte para compensar las mayores inversiones privadas de las familias más pudientes. Los programas alimentarios, de salud y educación a la infancia o grupos especiales ofrecen muchas enseñanzas positivas.
Existe, según Ferreira, bastante menos consenso sobre la segunda categoría general de políticas, que consiste en intervenciones directamente destinadas a cambiar el funcionamiento de los mercados. Entre los ejemplos se incluyen la regulación antimonopolio, las políticas hacia los sindicatos y los salarios mínimos (obviamente criticados por los economistas neoliberales).
Finalmente, la tercera gran categoría de políticas contra la desigualdad se refiere a la redistribución a través del sistema fiscal, utilizando impuestos, subsidios y transferencias como principales instrumentos. Estas políticas tienen una larga historia y dieron origen a los llamados Estados del Bienestar. Cuando los Estados han sido generosos y además han proporcionado una educación o servicios públicos de alta calidad, sin duda han contribuido a mantener los niveles de desigualdad más bajos que en otros lugares.
Otras políticas
El autor plantea que aquí no se abarca todas las políticas: ¿Dónde deberíamos incluir los servicios de extensión agrícola destinados a aumentar la productividad de los agricultores pobres? ¿O las inversiones en transporte público, que pueden crear nuevas oportunidades de empleo? ¿O el suministro de energía solar a aldeas remotas sin acceso a la red eléctrica? El abanico de políticas que pueden contribuir a reducir la desigualdad es realmente vasto.
Como se mencionó anteriormente, existe un amplio consenso en que las políticas de predistribución, como los programas de desarrollo infantil temprano y la inversión en una mejor enseñanza, son socialmente deseables. También en muchos sectores se considera que una tributación más alta y progresiva podría ser parte de la solución en gran parte del mundo, donde las escalas del impuesto sobre la renta son ahora considerablemente menos progresivas que en las décadas de 1950, 1960 y 1970, y sugieren que un retorno a tipos más altos sería ventajoso para la toda la sociedad.

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