¿Cómo la nostalgia arruina las economías? Trump y la problemática historia de hacer retroceder el reloj
El título de esta nota reproduce el de un artículo previo del 28 de mayo de 2025, pero publicado en la revista Foreign Affairs el 1 de agosto de 2025. Los autores son Harold James y Marie-Louise James. El primero es profesor de Historia y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton; mientras que la segunda es investigadora doctoral visitante en la Universidad Ludwig Maximilian de Múnich.
La idea central del artículo es que las profundas perturbaciones económicas de los últimos meses, a propósito de las políticas del Pdte. Trump, podrían impulsar a los analistas a reconsiderar la idea de que la nostalgia es una condición grave, incluso mortal. Las políticas estadounidenses basadas en la premisa de restaurar la grandeza pasada —el mítico y opaco hacer de América grande nuevamente— ha empeorado las vidas tanto dentro como fuera de EEUU.
La historia y las tradiciones son claves para la conformación de una nación con proyecto colectivo que mira al futuro, pero la nostalgia a narrativas del pasado reciente o lejano también pueden ser peligrosas. En el Perú tenemos a los de memoria corta que se han quedado en el modelo extractivista primario exportador; los que sueñan en experiencias únicas e irrepetibles como la de Evo Morales. Están los que quieren reproducir la Revolución Rusa de 1917 o aún más atrás: los tiempos del Tahuantinsuyo o del Virreinato.
Antecedentes
La nostalgia era mortal, recuerdan los James. El término, acuñado originalmente a finales del siglo XVII, describía una enfermedad que se presentaba como respuesta al cambio. Los síntomas incluían fiebre, pérdida de apetito y palpitaciones. El pronóstico, si no se trataba, era la muerte. Hoy en día, la sociedad ya no ve la nostalgia como una enfermedad. En cambio, se la considera un sentimiento difuso y aparentemente benigno sobre un pasado idealizado.
Sin embargo, el ejemplo más notable de que se ha retrocedido al pasado se produjo el 2 de abril de 2025, cuando el Pdte. Trump implementó una serie de aranceles masivos, aparentemente recíprocos, diseñados para restaurar la época dorada de la manufactura estadounidense, lo que resultó en un desplome del mercado.
Trump señaló a los votantes que estamos recuperando una industria que estaba abandonada, mientras los bonos y las acciones se desplomaban. Vamos a devolver el trabajo a los mineros, afirmó, pero podrían darles un penthouse en la Quinta Avenida y un trabajo diferente, y no estarían contentos. Quieren extraer carbón; eso es lo que les encanta hacer.
Según los James, el anuncio de Trump provocó una gran conmoción intelectual y económica. Pero no es el primer líder mundial que intenta aislar a su país con la esperanza de hacer retroceder el tiempo. Desde el siglo XV hasta el XIX, China cerró su imperio por temor a la influencia externa. Japón hizo lo mismo durante gran parte de los siglos XVII, XVIII y XIX, durante la era del Shogunato.
Y varios estados europeos han adoptado la política de la nostalgia. Si bien estos gobiernos estaban motivados por diferentes contextos económicos y panoramas globales, los unía la creencia de que aislar la nación para preservar las tradiciones traería prosperidad económica e incluso espiritual.
Resultado final
Para los autores cada uno de estos casos terminó mal; la historia ha demostrado el peligro de instrumentalizar los sentimientos nostálgicos. Los países que adoptaron políticas nostálgicas las abandonaron o se arruinaron. China, por ejemplo, quedó tan debilitada que en el siglo XIX se vio cada vez más sujeta a los dictados de los países imperialistas occidentales.
El aislamiento de Japón también lo hizo cada vez más vulnerable a las incursiones de países occidentales cada vez más poderosos. La añoranza de un pasado agrario en Europa tras la Primera Guerra Mundial contribuyó al fascismo. Washington, por lo tanto, haría bien en no seguir estos caminos. De lo contrario, también podría descubrir que la nostalgia puede volverse rápidamente maligna.
El caso japonés
Japón permaneció conectado al mundo durante más tiempo que la China. Sin embargo, en 1603 se vio consumido por su propia versión de la ansiedad globalizadora. El Shogunato promulgó sus disposiciones Sakoku (o país encadenado), prohibiendo a los japoneses viajar al extranjero. Si los japoneses se marchaban de todos modos, se les prohibía regresar. El gobierno también cortó casi todas las relaciones diplomáticas con otros países. Japón aún mantenía cierto comercio con China a través del puerto de Nagasaki y permitía la entrada de algunos libros extranjeros, principalmente de los Países Bajos protestantes; pero, en general, se autoaisló.
Algunos funcionarios japoneses reconocieron que Sakoku podría privar a su país de innovaciones. Sin embargo, decidieron que valía la pena porque la influencia corruptora del resto del mundo era demasiado grande. El nuevo aislamiento del país se debía en parte al deseo de frenar el poder de los magnates comerciales, los señores que se habían beneficiado de los vínculos comerciales a expensas del gobierno central.
Los funcionarios también querían detener el drenaje de la plata, que había bajado los precios. Pero había sobre todo un componente cultural: la afirmación de los valores de una sociedad tradicional amenazada por el cambio. Japón, en particular, temía a los misioneros cristianos, quienes, según la clase dirigente, promovían el desarrollo de comunidades autónomas que socavarían el poder central.
Tanto China como Japón se debilitaron económicamente, sus sistemas políticos se volvieron más vulnerables; y perdieron los aumentos en innovación y productividad que trajo la Revolución Industrial.
Fascismo alemán
Los James señalan que fue en Alemania donde se produjo el uso más impactante —y devastador— del romanticismo agrario. El Partido Nacional Socialista llegó al poder, en gran parte, capitalizando la depresión agrícola, y los nazis dependían en gran medida de la propaganda rural para ganarse el voto de los agricultores alemanes.
Adolfo Hitler afirmó en 1932 que se debía reconocer que, sin la propia tierra, sin su propio campesinado, no puede haber prosperidad económica en Alemania; que todas las nociones de exportación e importación y de economía global no son para nosotros más que conceptos que pueden ser útiles, pero que nunca podrán reemplazar nuestro propio espacio vital y nuestro propio campesinado.
Continuaba señalando que estos son los cimientos de toda economía sana. Asimismo, nos recuerdan que cuando Hitler cortejaba al público rural del sur de Alemania, incluso vestía anticuados trajes campesinos, con chaquetas rurales tradicionales y, a veces, pantalones de cuero. Sin embargo, los retratos en pantalones de cuero fueron prohibidos por inapropiados tras su ascenso a canciller en 1933.
El líder nazi perdió la paciencia con las políticas rurales una vez que dejó de necesitar el voto campesino. Después de 1939, su única respuesta a las demandas de los agricultores fue enviar trabajadores forzados a trabajar en los campos. El sueño rural, en el corazón de la nostalgia alemana, terminó en impulsar una jerarquía racial arraigada en la tecnología y la industrialización.
Europa actual
Se señala que la nostalgia nunca abandonó por completo el panorama europeo, y ahora ha regresado con fuerza a la política dominante. Por ejemplo, está alimentando de nuevo el populismo europeo. Esta vez, sin embargo, el sentimiento nostálgico gira en torno a la pérdida de la industria manufacturera. Italia, cuyo comercio de electrodomésticos, textiles y ropa fue el más vulnerable al impacto de China, cayó primero, dando lugar al primer gobierno populista de posguerra en Europa occidental, al nombrar a Silvio Berlusconi primer ministro en 1994.
Desde entonces, esta infección nostálgica se ha extendido. Ahora, incluso Alemania, el motor industrial de Europa, se tambalea ante la creciente popularidad del populista Alternativa para Alemania, sobre todo en las zonas orientales del país, que fueron las más notablemente relegadas.
¿El más afectado?
Ningún país parece más afectado por la nostalgia que EEUU, anotan los James. La ira por la globalización y la creciente diversidad del país es, después de todo, parte de lo que impulsó a Trump a la Casa Blanca. Y especialmente desde que ganó su segundo mandato, Trump se ha esforzado por cumplir sus promesas atávicas.
El presidente vendió explícitamente sus amplios aranceles como restaurativos: el 2 de abril, dijo a los estadounidenses, que marcaría el día en que la industria estadounidense renació y el día en que se recuperó el destino de EEUU.
Su secretario de Comercio, Howard Lutnick, describió igualmente los aranceles como una forma de que Washington recuperara su pasado glorioso. China, dijo Lutnick, había creado un ejército de millones y millones de seres humanos atornillando pequeños remaches para fabricar iPhones, y que estos empleos -que alguna vez habrían pertenecido a los estadounidenses- regresarían.
Adversidades EEUU
Los James anotan que es improbable que los aranceles recuperen los empleos perdidos, especialmente ante la inminente revolución de la automatización. La inteligencia artificial y los robots amenazan ahora tanto a los oficinistas como a los trabajadores de las fábricas de forma análoga a lo ocurrido, por otras razones, durante la primera ola de industrialización de los siglos XIX y XX. Sin embargo, la nostalgia política puede hacer que la gente pase por alto las consecuencias negativas de las políticas económicas revanchistas.
A medida que el mundo cambia alrededor de los votantes, la imagen familiar de hombres trabajando en las minas mientras sus esposas preparan la comida en casa resulta tan reconfortante para muchos estadounidenses que están dispuestos a hacer sacrificios radicales para recuperarla. Es por eso que el secretario del Tesoro de EEUU argumentó que cualquier sufrimiento inducido por los aranceles es en realidad un período de desintoxicación, y también Trump habló de los aranceles como una operación y una medicina.
Charlatanería
Esa medicina, anotan los James, es charlatanería. La economía de la nostalgia nunca funciona, y su inevitable fracaso solo genera una nostalgia cultural que puede ser incluso más peligrosa que los recortes. A medida que Japón se rezagaba respecto a Europa occidental en los siglos XVIII y XIX, por ejemplo, se volvió cada vez más insistente en su identidad cultural única, lo que contribuyó a encaminarlo hacia el imperialismo.
Cuando EEUU no recupera sus empleos —y de hecho pierde más como resultado de la disrupción causada por los aranceles— Washington también podría redoblar sus afirmaciones sobre la superioridad estadounidense. El gobierno podría librar más guerras culturales en lugar de aceptar cualquier tipo de retirada. Después de todo, alguien debe ser culpable del fracaso de las políticas económicas que tantos avalan. La nostalgia se convierte tanto en la causa de los problemas como en un encubrimiento.
Colofón
No es sorprendente que la gente esté preocupada por la tecnología radicalmente transformadora de hoy. Las fuerzas gemelas de la globalización y la tecnología están transformando empleos, comunidades, familias y relaciones sociales. La idea de regresar a una versión retocada e idealizada del mundo resulta, por lo tanto, sumamente atractiva.
Pero la historia sugiere que los responsables políticos no pueden permitirse el lujo de dejarse llevar por la nostalgia. Como sentimiento individual, puede ser reconfortante. Sin embargo, como prescripción política, envenena el discurso y desintegra el cuerpo político. La recuperación llevaría un tiempo dolorosamente largo, y regresar a una patria perdida imaginaria no es opción, finalizan los James.

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