Vino la noche
¿Qué ocultan los recios soldados cuando nadie los supervisa? ¿Qué sueños se esconden tras las arengas a todo pulmón? ¿Qué anhelos se disimulan cuando su virilidad es puesta a prueba?
La ópera prima de Paolo Tizón se aproxima a ese territorio donde la disciplina castrense se cruza con las grietas íntimas de la masculinidad. Lo hace siguiendo —durante diez meses y por diversas ciudades y geografías del Perú— a un grupo de jóvenes de la Fuerza Aérea, reclutados para cumplir con un curso de sobrevivencia donde la extenuante rutina física y la presión psicológica, lejos de homogeneizarlos, expone lentamente sus temores y deseos.
A medida que el film avanza, esas máscaras de dureza se resquebrajan: los muchachos revelan vulnerabilidades que emergen con cautela, pero que terminan por convertir sus gestos en confesiones involuntarias, dolorosas tanto en el cuerpo como en la voluntad. Para alcanzar sus objetivos, Tizón despliega una cámara en mano que funciona más como instrumento de escucha que como dispositivo de vigilancia. Es un cómplice que subvierte la lectura del recluta de hierro que hemos visto en tantos documentales o ficciones.
Es así que, en medio de conversaciones espontáneas, los jóvenes comparten sus preferencias, aficiones y actos solidarios. El director sortea las restricciones de un espacio históricamente opaco como el cuartel y consigue un acceso privilegiado que nunca se siente impertinente. En realidad, uno de los mayores méritos de Vino la noche reside en su capacidad para registrar aquello que emerge de forma exclusiva cuando la rigidez institucional afloja: la humanidad que persiste en medio de la formación.
Otro valor del documental radica en su equilibrio discursivo. Tizón no demoniza las dinámicas militares ni se rinde a la propaganda. Lo que propone, más bien, es una cartografía afectiva donde la dureza de los reclutas convive con el sentido de pertenencia que los jóvenes construyen en el cuerpo institucional. Cada interés —el organizacional, el personal, el formativo— se articula sin reducciones, como si la película delineara una zona gris donde las jerarquías se mantienen, aunque adquieren matices inesperados.
En la secuencia más intensa de todas —cuando el pelotón enfrenta una odisea nocturna de pruebas físicas extremas—, la fotografía adquiere un peso singular: el grupo avanzando entre las tinieblas reafirma la dimensión estética de Tizón y sugiere, además, la inminencia de una pesadilla emocional. Los primeros planos de rostros curtidos por el esfuerzo y surcados por la resistencia corporal simbolizan el estoicismo de quienes tienen mucho que soportar. De esta forma, los claroscuros se transforman en fantasmas que iluminan y ensombrecen de manera alternada. Son instantes que explotan, que vibran, que consolidan la idea de estar ante la película peruana más imponente del año.
En términos propios, en esta propuesta no hay un personaje central, sino un reparto coral de historias que el destino reúne. Una de ellas es la del soldado 51, cuya trayectoria funciona como un microcosmos de una lectura afectiva urgente. El joven necesita sentirse aceptado por su padre —con quien casi nunca se comunica—; más aún, anhela que ese padre lo mire con orgullo. Esa pulsión, profundamente anclada en un modelo de masculinidad heredada a nivel de construcción social, guía su ingreso a la Fuerza Aérea.
Aunque su vínculo con la madre —cercano, de honesta camaradería— le ofrece un soporte emocional sólido, es la figura paterna la que marca el destino del hombre convertido en cifra. Tizón plantea, sin subrayados innecesarios, una reflexión sobre cómo se cría a los varones y cuál es su carga simbólica dentro del ámbito castrense. Los hombres, aquí, no solo se reducen a dígitos asignados por sus instructores: se muestran como cuerpos que insisten en fijar su rumbo a contracorriente de sus propias fragilidades.
En Vino la noche, los jóvenes dejan de ser máquinas de guerra. Son muchachos que se preguntan —a veces con humor, otras con desconcierto— por su incapacidad para amar, por la necesidad casi ritual de sentirse deseados, por la razón misma de su presencia en un país que parece no esperar nada de ellos. El cuartel, entonces, se configura como un espacio contradictorio: un refugio y, al mismo tiempo, una maquinaria que los endurece. Tizón esquiva la deshumanización y opta por iluminar la complejidad psicológica de quienes buscan encarnar un ideal viril impuesto por el universo de las botas y los cascos. Esa tensión —entre lo emocional y lo performativo— sostiene buena parte de la lectura crítica del documental.
Vino la noche es una experiencia inmersiva reforzada por la calidad de su trabajo sonoro. Más que acompañar, el sonido abraza y desestabiliza. Traslada al espectador a un plano sensorial exigente, donde cada respiración agitada y cada silencio prolongado intensifican la fisicidad del relato. Por otra parte, esa misma fisicidad no se limita a ser expresión: funciona también como un acto de decisión.
En una secuencia fundamental, los jóvenes se agolpan alrededor de un teléfono celular mientras comparten una conversación; sus cuerpos, próximos pero desprovistos de erotismo, se inscriben en un circuito de lealtad que define el espíritu militar. Esa imagen mínima, pero elocuente, sintetiza la apuesta del realizador: observar —realmente observar— a estos muchachos más allá del uniforme de camuflaje.
Vino la noche se posiciona así como una intervención lúcida en torno a lo que “significa ser hombre”. Además, estamos ante una apuesta formal que confirma a Paolo Tizón como un director dispuesto a explorar los límites del lenguaje audiovisual. Una obra que, sin proclamas, descubre la fragilidad oculta tras la bravura y convierte el cuartel en un escenario donde los afectos, tarde o temprano, reclaman su lugar.

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