Un buen ladrón
Hay películas que empiezan en esa zona difusa donde se confunden la ética y la supervivencia. Un buen ladrón entra por ahí, casi de puntillas, como su protagonista, para recordarnos que las historias más incómodas son también las más humanas.
Derek Cianfrance propone un estudio de personaje en clave moral: Jeffrey Manchester —construido por un correctísimo Channing Tatum— no es solo un delincuente ingenioso, sino un sujeto que opera desde el dolor emocional. Su dilema no es si robar o no, sino cómo asimilar la culpa mientras intenta mejorar el mundo a su modo. La película encuentra en ese matiz su fuerza: el delito como consecuencia, no como esencia.
Un buen ladrón se basa en la vida del Jeffrey Manchester real, un exsoldado estadounidense, cuya historia parece inverosímil, pero no lo es. Empezó a delinquir a finales de los años noventa con un método poco común: entraba por los techos a locales de McDonald’s, abría un hueco y robaba las cajas registradoras sin usar violencia, lo que le valió el apodo de “Roofman”. Tras más de cuarenta robos, fue detenido en 2000. Después logró escapar en 2004 y pasó oculto viviendo varios meses en una tienda Toys “R” Us, bajo una identidad falsa.
El primer acto de la obra de Cianfrance funciona como un mapa emocional. Vemos a Jeff moverse entre la penuria económica y el autoengaño; un hombre atrapado entre la necesidad y la vergüenza. El director lo expone desde la contradicción, evitando la caricatura de un ventajista inescrupuloso para mostrar, más bien, a un sobreviviente de guerra que reconfigura sus códigos morales según la urgencia del día. No busca excusas: busca ganarle tiempo al destino.
El segundo acto, instalado en la juguetería, es lo mejor del filme. La clandestinidad se vuelve un refugio improbable donde Jeff redescubre la ternura, el afecto y la ilusión de pertenecer a algo. Cianfrance aprovecha el espacio lúdico para subrayar la paradoja: entre muñecos y estantes coloridos se despliega la versión más compleja del ladrón. Allí se enamora, se quiebra. Y, vale destacar, es el tramo donde el director trabaja mejor la tensión entre la fábula y el drama.
El tercer acto recoge los hilos sueltos: la culpa, el amor, la torpeza emocional. Es aquí donde la película acusa, por momentos, un edulcoramiento innecesario, especialmente en la aproximación del protagonista a las hijas de Leigh (Kirsten Dunst), trabajadora de jornada completa que refugia sus malas experiencias en una iglesia evangélica. Sin embargo, la química entre Tatum y Dunst evita que la trama naufrague; hay en ellos una complicidad honesta, un entendimiento íntimo de personajes que cargan más de lo que pueden sostener. Un enamoramiento agónico, con fecha de caducidad.
Cianfrance plantea una cuestión tan atractiva como discutible: ¿se puede justificar un acto delictivo cuando el fin es noble? ¿Es posible ayudar a resolver problemas que nadie atiende desde aquello que la sociedad considera ilegal? El director ofrece un relato que no necesita absolver, sino comprender.
Un buen ladrón funciona más como una pregunta abierta que como una sentencia; una reflexión sobre los límites borrosos del bien cuando la vida empuja hacia el margen. Incluso en los créditos finales aparecen las personas que siguieron de cerca el caso a mediados de los dos mil —policías, un pastor evangélico, la verdadera Leigh— para ofrecer su punto de vista sobre Jeff. Algunos reivindican parte de sus acciones, mientras que otros las condenan. Al final queda esa sensación de duda: quizá lo verdaderamente inquietante no sea lo que Jeff roba, sino lo que intenta devolver.

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