Tres kilómetros al fin del mundo *
Cuando pensamos en Europa y en sus luchas por las libertades sociales o por la solidaridad hacia los sectores más vulnerables, solemos imaginar un continente reflexivo, dispuesto a la inclusión y aparentemente capaz de aprender de sus errores históricos. No obstante, el Viejo Continente también exhibe un rostro menos visible, marcado por la intolerancia hacia quienes se perciben como diferentes en cualquier ámbito. En esa línea, Tres kilómetros al fin del mundo, de Emanuel Pârvu, revela una Rumanía que vuelve la espalda a la diversidad sexual y juzga la homosexualidad desde un primitivismo perturbador.
La película sigue a Adi (Ciprian Chiujdea), un joven que regresa a su pueblo para pasar el verano, en medio de atardeceres bellísimos y una pobreza parsimoniosa. Una noche es víctima de una brutal agresión perpetrada por los hijos de un mafioso local. Las investigaciones posteriores determinan que no se trató de un intento de robo, como se especulaba, sino de un ataque motivado por la homofobia al ver al joven besándose con otro muchacho. A partir de entonces, sus padres comienzan a mirarlo con recelo, y el pequeño poblado se satura de chismes que fracturan la aparente armonía local. La comunidad tradicional —incluido el jefe de policía, un sacerdote y muchos vecinos curiosos— responde con rechazo o silencio. Solo Ilinca, amiga cercana de Adi, se convierte en un apoyo genuino. El joven deberá afrontar una serie de interrogatorios centrados en el escándalo público, dejando de lado la humanidad de una víctima convertida en culpable a los ojos de los demás.
Tres kilómetros al fin del mundo construye un relato tenso y contenido, donde los silencios adquieren fuerza conforme avanza. Con una puesta en escena austera, el director disecciona la realidad de una Rumanía rural donde el miedo y la homofobia estructural operan como mecanismos de control opresivo. El filme destaca por su lucidez al rastrear no solo la brutalidad de la agresión, sino también sus raíces comunitarias; además, convierte al espectador en un testigo crítico. Uno de sus mayores aciertos radica en la lectura que propone acerca de los prejuicios, supersticiones y fanatismos contemporáneos. Ejemplo de ello es la secuencia en que la madre conduce a Adi ante el sacerdote local para practicarle una especie de exorcismo: ¿será posible liberar al muchacho del “demonio” que lo habita?, parece preguntarse irónicamente la película.
Tres kilómetros al fin del mundo es también una obra en la que el drama social se articula con la pesquisa policial para construir un suspenso sostenido por la duda y la incredulidad del padre de Adi, auténtico protagonista del relato. Se trata de un hombre que ama a su hijo, pero que se resiste a aceptar que este no encaje en el modelo de “verdadero hombre” impuesto por una sociedad profundamente machista. Incluso sus reflexiones y los intentos por esclarecer las causas de la agresión transitan por explicaciones más cómodas —como la hipótesis de una simple riña o un robo— antes que asumir la orientación sexual del joven.
Queda claro que Emanuel Pârvu construye una obra donde lo íntimo y lo colectivo se entrelazan para revelar un territorio en el que la violencia no solo se ejerce con los puños, sino también con sospechas y miradas desviadas. La película muestra cómo una comunidad rural, atrapada entre tradiciones rígidas y temores heredados, convierte a un adolescente en un problema que debe ser corregido antes que escuchado. Adi encarna la fragilidad de quien es forzado a justificar su existencia, mientras que su padre oscila entre el afecto y la negación, intentando descifrar un conflicto que desborda sus categorías morales.
Lejos de ofrecer conclusiones tranquilizadoras, Pârvu parece invitarnos a contemplar las postales del delta del Danubio como un espejo: un espacio bello y, al mismo tiempo, lleno de remolinos que arrastran aquello que la comunidad no se atreve a nombrar. Allí queda la sensación de que lo verdaderamente inquietante no es lo que se dice, sino lo que continúa fluyendo bajo la superficie.
* Esta película formó parte de la Competencia Oficial del 37 Festival de Cine Europeo en Perú y alcanzó dos reconocimientos: Premio del Jurado Oficial y Mención Honrosa por parte del Jurado Apreci. El autor de esta nota conformó el Jurado Apreci.

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