Chavín de Huántar: el rescate del siglo
Chavín de Huántar: el rescate del siglo se presenta como un artefacto audiovisual inspirado en hechos reales y, desde su concepción, funciona como un vehículo de exaltación institucional. La etiqueta de “inspirada en” no solo previene cualquier disputa sobre la fidelidad histórica, sino que instala desde el inicio un pacto con el espectador: el filme reivindicará la operación militar y empleará los recursos narrativos necesarios para construir un relato heroico. Hasta aquí, su orientación no resulta problemática; toda obra de ficción tiene derecho a escoger su perspectiva. Sin embargo, la eficacia de un proyecto cinematográfico no se fija exclusivamente por sus convicciones ideológicas, sino por la forma en que articula un discurso visual, su capacidad para configurar los personajes y su manejo del ritmo interno. Es precisamente en esa dimensión formal donde la película de Diego de León revela sus principales falencias.
Así esté inspirado en hechos reales, el guion propone un conjunto de personajes que bordean la unidimensionalidad. La retórica del heroísmo aparece congelada, como si la puesta en escena se rehusara a explorar las zonas grises del deber militar. El resultado es una serie de figuras acartonadas, atrapadas en gestos previsibles y en diálogos que solo confirman lo que ya sabemos: son héroes porque el relato les exige serlo. Esta simplificación reduce el sentido trágico que podría emerger de una historia donde la pérdida y el duelo deberían expandir el registro emocional de la narración. Vale destacar que, al evitar cualquier ambigüedad, la película renuncia a la posibilidad de interpelar al espectador y se limita a reafirmar una épica lineal.
En términos de puesta en escena, De León ensambla un híbrido entre cine de acción y drama intimista. El primer registro alcanza cierta solvencia: las secuencias de planificación y ejecución del rescate poseen dinamismo y manejo del espacio, y funcionan como un engranaje coreografiado con criterio. No obstante, por ejemplo, cuando el director apela a la ralentización de las imágenes para acentuar la agonía del protagonista, Juan Valer (Rodrigo Sánchez Patiño), la película cae en un subrayado elemental que fractura la verosimilitud que hasta ese momento se construye a medias. La estilización del dolor se vuelve innecesaria, casi un eco de fórmulas televisivas.
El segundo registro —el dramático— exhibe mayores debilidades. La representación de la familia de Valer -Connie Chaparro en el rol de su esposa- intenta humanizar al héroe, pero termina diluyendo el impacto emocional del relato. La sentimentalización extrema genera distancia. Algo similar ocurre con la relación entre Valer y el mayor Rivera (André Silva), presentada como un “sentido de hermandad” que nunca supera la ingenuidad de un vínculo infantil. Sus frustraciones y cambios de humor, en lugar de revelar matices, amplifican la rigidez estructural del guion. Insisto: si la intención era aproximarlos a una humanidad contradictoria, el efecto es contrario; los personajes emergen desorientados, sometidos a una dramaturgia que les niega profundidad.
Sobre la representación de los miembros del MRTA, el protagonismo recae en el personaje interpretado por Miguel Iza, quien encarna a Néstor Cerpa en una versión light. Se trata de una figura desprovista de espíritu subversivo y que no logra transmitir temor a la gran cantidad de rehenes bajo su control. En su lugar, se presenta a un individuo introspectivo y vacilante, cuya caracterización resulta poco convincente como antagonista. Una debilidad similar se observa en la construcción de los personajes del vicealmirante Rinaldi (Carlos Thornton) y del canciller Fernando Tavera (Alfonso Dibós). Todos están cortados por la misma tijera.
Chavín de Huántar: el rescate del siglo no fracasa por su postura política, sino por su insuficiencia para articular una narrativa cinematográfica solvente. La épica que pretende sostener se despliega sobre una superficie rígida, incapaz de explorar las tensiones internas del heroísmo que representa.
A ello se suma una condición que resulta determinante: el acceso privilegiado a instalaciones militares y al imaginario oficial condiciona, evidentemente, la libertad creativa del director. De León filma como quien se sabe huésped agradecido, no como un autor que se permite interrogar su propio material. Ese sentido de deuda inhibe cualquier riesgo formal y cancela la posibilidad de una mirada audaz o innovadora. Así, la película reproduce un relato ya consensuado sin aventurarse a examinar sus fisuras. Y, sin esa voluntad de exploración, el heroísmo permanece intacto, sí, pero también distante, casi impermeable a la complejidad humana que el cine podría ofrecer.

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