Una casa llena de dinamita
Kathryn Bigelow ha vuelto. Regresa con un thriller político de alta tensión que prolonga su crónica de la historia reciente de Estados Unidos —de Irak a Bin Laden hasta las tensiones raciales afroamericanas— para interpelar el riesgo de la amenaza nuclear. En Una casa llena de dinamita, la cineasta examina la fragilidad del poder estadounidense y la fabricación de relatos de hegemonía ante un evento límite: un misil caerá en Chicago y nadie sabe quién lo ha lanzado. El dispositivo narrativo, preciso y austero, transforma las interrogantes básicas —¿quién envía y qué busca?— en dilema moral y geopolítico, situando al espectador en el epicentro de una cadena de mando que dispone de 19 minutos entre detección e impacto, una vez fracasados los intentos de interceptación.
El relato se organiza en tres puntos de vista que, a la vez, son tres posiciones éticas. En la Sala de Crisis, la capitana Olivia Walker (Rebeca Ferguson) opera el protocolo defensivo y encarna la impotencia de convertir probabilidades en decisiones. En el Centro de Mando Estratégico, el general Brady (Tracey Letts) aboga por la respuesta expansiva, síntesis del vocabulario de la disuasión y su economía de “daños colaterales”. En la cúpula civil, el presidente (Idris Elba) aparece como un político superado por las circunstancias: ansioso, vacilante, vulnerado por el desequilibrio entre información y responsabilidad. La estructura que fragmenta un mismo lapso en experiencias divergentes, no busca relativizar los hechos, sino exponer la zona gris donde la política oscila entre lo preventivo y lo reactivo.
Bigelow plantea dos ejes. Primero, el de la seguridad nacional: un sistema de ideas sostenido por presupuestos descomunales. “Cincuenta mil millones de gasto, y nos la jugamos a cara o cruz”, admite el secretario de Defensa (Jared Harris), reduciendo toda la retórica de control a una apuesta estadística. Segundo, el de la ciudadanía como “sujeto de riesgo”: colas en las gasolineras, redes colapsadas y una rumorología que deja ver que la protección depende de engranajes que nadie controla del todo y que, además, pueden fallar. La amenaza “sin remitente” funciona como metáfora de un mundo interdependiente, donde atribuir responsabilidades es tan difícil como trazar las fronteras del conflicto.
En lo formal, la película refuerza estas ideas. El montaje de Kirk Baxter —cortes secos en un juego de contrapunto— alterna salas cerradas y espacios públicos mostrando la oposición entre cómo circula la información y cómo la percibe la gente: ahí nacen el ruido, la manipulación y la angustia. La cámara en mano está combinada con movimientos que siguen a personajes “enclaustrados”, y se estabiliza cuando los define moralmente: planos cortos y laterales para Walker; medios y frontales para Brady; largos y contrapicados para el presidente, marcando jerarquías y estilos de autoridad.
Si algo desdice la elegancia del conjunto en el trabajo de Bigelow, es cierto acartonamiento resolutivo en el tercer acto, ¿acaso una concesión a la necesidad de no ser tan “cruel” con la concepción política de Estados Unidos? Aun así, el desenlace rehúye el sermón y persiste en la fórmula de la autora: la acción como superficie, la duda como esencia. A sus 74 años, y en un contexto de financiación adversa fuera de las plataformas de streaming —Netflix ha financiado y distribuido esta película—, la directora vuelve a convertir el thriller en laboratorio político. En Una casa llena de dinamita lo hace de gran forma.
En ese sentido, más que la tensión natural que otorga la adrenalina cuando nos montamos en la cuenta regresiva a causa del impacto del misil, lo que más se valora es la lectura sobre la vulnerabilidad de una superpotencia arrinconada por sus propios miedos. Ese temblor —nítido, incómodo— es el verdadero clímax.

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