Los indomables, la leyenda del último inca
Ambientada en 1781, Los indomables, del cineasta puneño Tito Catacora, reconstruye la insurrección amaru-katarista en el altiplano sur andino, donde Sapa Inca (Edwin F. Riva) y su esposa Gregoria (Maribet Berrocal) encabezan la rebelión indígena contra el dominio colonial español. Catacora, quien ya había manifestado una profunda sensibilidad estética y una coherencia autoral reflejada en Pakucha (2021) y en la codirección de Yana-Huara (2023), alcanza aquí una clara madurez visual. Incluso con ciertas decisiones narrativas prescindibles, su propuesta reafirma el compromiso con un cine de raíces y memoria.
En ese sentido, Catacora conoce el poder de las sensaciones. En Los indomables, cada plano parece sostenerse sobre una pulsión afectiva: la indignación que nace de la discriminación ejercida por los españoles contra los aymaras, y la respuesta —inevitable, furiosa— de estos últimos. La película convierte esa tensión en una forma de violencia que, por momentos, alcanza niveles extremos. No se trata de una violencia gratuita, sino de un gesto deliberado: la brutalidad del cuerpo dañado, sangrante, entumecido o mutilado funciona como justificación simbólica ante siglos de opresión virreinal.
Catacora invita al espectador a ocupar la mirada de los humillados, pero evita el sentimentalismo o la superioridad moral. En su lugar, propone la dignidad indómita de un pueblo que no baja la cabeza y enfrenta al tirano mirándolo directamente a los ojos. Esa frontalidad —ese mirar a cámara que rompe la distancia entre representación y espectador— se convierte en una descarga de energía que subvierte el relato oficial, aquel que insistió en mostrarnos a los aymaras y quechuas como sujetos sumisos ante la conquista.
No hay, en esa mirada, resentimiento; hay cansancio histórico. Lo que emerge es el hartazgo de quienes ya no aceptan el lugar impuesto por la historia escrita desde arriba. La cámara de Catacora encuadra, compone y prolonga imágenes de una potencia expresiva que trasciende el diálogo: los gestos, los silencios, las texturas visuales dicen más que cualquier línea de diálogo. Ese es, en última instancia, el mayor mérito del director puneño: saber generar sensaciones desde los matices propios del lenguaje cinematográfico, hacer del encuadre un gesto de resistencia y del detalle un acto de memoria.
Sin embargo, la energía expresiva de los encuadres y la potencia sensorial de sus texturas se interrumpen por momentos cuando la narración en off asoma para explicar la cronología de la sublevación encabezada por Sapa Inca. No es que la inclusión de la voz masculina resulte innecesaria, sino que su timbre y su tono didáctico terminan subordinando, ligeramente, la fuerza visual al afán de coherencia narrativa.
Tal vez una decisión más orgánica habría sido mantener la locución en aymara, permitiendo que la lengua originaria conserve su papel de mediadora simbólica entre el espectador y la trama. En cualquier caso, se trata de un matiz menor que no compromete la potencia estética ni la integridad discursiva de la propuesta de Catacora.
En la película, la representación femenina opera como un as bajo la manga: un giro que abre una nueva dimensión sobre el papel de las mujeres durante el virreinato. Gregoria no se supedita a su esposo; por el contrario, comparte con él el liderazgo de la rebelión, aunque desde un frente distinto y al mando de su propia columna insurgente. No se trata, además, de una excepción: la película visibiliza a varias mujeres en primer plano, arengando, dirigiendo y participando activamente en la insurrección junto a sus pares masculinos. Catacora, una vez más —y en buena hora—, apuesta por una relectura histórica que desplaza la mirada oficial y reivindica la presencia femenina en un contexto tradicionalmente narrado desde la marginalidad o el silencio.
Los indomables de Catacora no solo busca reconstruir un episodio histórico, sino interrogar la manera en que la historia ha sido contada. Su cine se afirma en la fisura entre la memoria y la herida. Cada imagen parece resistirse al olvido: los cuerpos insurrectos, las miradas que no se apartan, las voces que emergen desde la lengua aymara para reclamar un lugar en la Historia. Más que una evocación del pasado, la película se presenta como un acto de persistencia: la confirmación de que toda rebelión —incluso la cinematográfica— comienza mirando de frente aquello que se intentó borrar.

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