Limpia
La palabra del título funciona como gesto y tesis, limpiar como trabajo, pero también como operación narrativa que remueve capas en una casa que luce impecable mientras guarda residuos de una estructura social persistente. En Limpia, la directora chilena Dominga Sotomayor sitúa a Estela (María Paz Grandjean) —empleada doméstica y cuidadora— en el centro de un ecosistema donde el afecto se terceriza y el tiempo se compra. El encuadre por ventanales articula esa posición fronteriza; Estela circula, sostiene rutinas, observa escenas íntimas ajenas. Sin embargo, la pertenencia siempre está suspendida.
La película adapta la novela de Alia Trabucco Zerán y trabaja por acumulación de gestos, con permisos que se postergan a días libres evaporados ante urgencias médicas o comunicaciones afectuosas que llegan como migajas. El vínculo con Julia (Rosa Puga), la niña que Estela cuida, asume zonas de complicidad y, en el mismo plano, pequeñas crueldades aprendidas. Allí aparece una de las virtudes de Sotomayor, captar la violencia de clase en su forma más silenciosa, esa que organiza agendas, reparte tareas y determina quién dispone del espacio para el deseo. El plano en que los padres de la niña se besan a resguardo mientras Estela se masturba poco después, expone una economía donde el dinero administra la privacidad y el placer.
El diseño visual hace hincapié en la mansión como burbuja vigilada, con un hombre que junto a los cercos eléctricos y las cámaras de videovigilancia convierten a la vivienda en algo similar a un laboratorio social donde la intimidad se delega. La puesta en escena fija una distancia prudente y deja que el espectador lea signos en el decorado —juguetes que Estela recoge, vajilla que vuelve a su sitio, ropa de cama que se prepara para cuerpos ausentes durante horas—. No hay remarque discursivo porque el régimen del trabajo doméstico ya habla a través de esas repeticiones. Insisto, ahí se despliega la ética más interesante del film, aquella que entiende que el poder opera mejor cuando parece natural.
Con todo, el último tramo altera el ritmo de la película. La irrupción de la piscina, el perro y la valla electrificada desplaza el relato hacia un registro más directo, incluso espectacular en su resolución. El quiebre produce efectos ambivalentes. Por un lado, ofrece el cierre a un conflicto que venía latente y ordena la tensión acumulada; por otro, arriesga una salida que reduce la complejidad antes construida, pues convierte en suceso excepcional lo que venía funcionando a través de un microcosmos de agresiones. La película, que había abierto una caja de resonancias domésticas y sociales, se expone a quedar atrapada en la lógica de un clímax tramposo.
Aun así, el film mantiene intacto su filo crítico. El romance incipiente de Estela con el joven del negocio cercano —y el perro como aliado cotidiano— agrega oxígeno y enfatiza la función de la red afectiva alternativa a la casa patronal. Esos desvíos delinean el deseo y las emociones de la mujer. En paralelo, los padres de Julia, los patrones de Estela, un cirujano pediatra y su esposa artista, operan como espejo de una clase que terceriza responsabilidades, mientras confía en barreras eléctricas para blindar su confort. La pregunta flota durante todo el metraje: ¿qué tipo de comunidad se erige cuando la crianza se convierte en servicio y el cariño en prestación?
Limpia confirma a Sotomayor en una línea autoral que mira la fractura social desde lo doméstico, con economía de recursos y precisión en la observación. El desenlace, bastante discutible, no borra la lectura principal: el clasismo trabaja mejor en horarios, favores, silencios, expectativas de disponibilidad permanente. Al salir de la casa patronal queda un eco: cada objeto reluciente recuerda una huella que alguien frotó hasta desaparecer. Tal vez la tarea crítica consiste en invertir el gesto del título y dejar de pulir superficies para mirar, al fin, lo que resiste bajo la luz.

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