La Máquina: The Smashing Machine
En La Máquina: The Smashing Machine, Benny Safdie se aparta de la estridencia habitual del cine deportivo para construir un retrato más íntimo que físico, más contemplativo que sanguíneo. Lejos del fervor musculoso que suele acompañar a las historias de lucha libre, boxeo o artes marciales mixtas, el director propone un desplazamiento: mira la violencia, sí, pero desde una distancia curiosa, casi melancólica. La película flota más de lo que golpea. Y esa decisión estética define tanto sus hallazgos como sus insuficiencias.
La figura de Mark Kerr funciona como epicentro emocional. Dwayne Johnson, que ya no necesita el recordatorio de “exluchador”, encarna al peleador con un inusual control: menos espectáculo, más respiración contenida. Las reseñas coinciden en la sorpresa —y conviene subrayarlo— de que Johnson logre un equilibrio entre la imponente corporalidad que lo hizo famoso y una fragilidad apenas insinuada. Su Kerr es un hombre que pide permiso para ver un atardecer en un avión, que sonríe con cortesía desarmante, pero que en el octágono se entrega al dominio físico con una ferocidad casi animal. Esa ambivalencia es el verdadero combustible de la película.
Safdie, por su parte, rehúye los clichés del ascenso, la caída y la redención. Prefiere el tono menor. Prefiere también que las heridas —las visibles y las interiores— ocupen un lugar intermedio, lejos del dramatismo. El resultado es una cinta que observa la vida del luchador como si fuera una deriva: el viaje a Japón, la casa silenciosa, los pasillos impersonales de los torneos. Todo ello acompañado por una banda sonora que susurra, como un jazz que se resiste a despertar del sueño. Hay momentos en los que esa suavidad funciona como límite, pero Safdie insiste en esa apuesta por el murmullo sobre el grito.
Vale destacar la forma en que la película aborda el entorno laboral del peleador. No hay mitificación, ni discursos grandilocuentes sobre el “espíritu guerrero”. Hay, en cambio, camaradería sincera entre gigantes que se desean suerte en un oficio que podría quebrarles el rostro o la vida. La participación de Ryan Bader y Bas Rutten aporta textura: cuerpos reales, gestos no ensayados, palabras secas. Junto a ellos, Emily Blunt aparece sin el brillo intimidante de la estrella; más bien se camufla en esa atmósfera desgastada, acompañando a Kerr en discusiones domésticas que, por momentos, exponen el filo más peligroso de la intimidad: aquel en el que la violencia empieza a insinuarse.
Sin embargo, la película se mueve con tanta calma que uno empieza a preguntarse por el centro del conflicto. ¿Qué quiere contar exactamente Safdie? ¿La historia de un hombre que teme perder? ¿Un retrato de la adicción que no quiere replicar fórmulas de catarsis? ¿Una mirada impresionista al nacimiento de un deporte hoy global? Todas las posibilidades aparecen, pero ninguna termina de imponerse. Esa indefinición no necesariamente arruina la propuesta; más bien la recorta, la vuelve más esquiva. Uno observa, acompaña, pero no siempre comprende las motivaciones que sostienen la obsesión del protagonista.
Hacia el final, la película parece encontrar una claridad tardía. Kerr, rodeado de la maquinaria del espectáculo, contempla su propio desgaste como quien reconoce que incluso los cuerpos más pétreos son, al final, vulnerables. En ese instante —breve y sin aspavientos— Safdie se acerca a algo esencial: la posibilidad de aceptar que las derrotas no destruyen, sino que reorientan. Quizá allí se asoma el verdadero relato.
La modestia formal de la película y su sensibilidad discreta dibujan un camino alternativo dentro del cine deportivo. No celebra el heroísmo ni lamenta la caída; más bien habita ese espacio borroso, ambivalente, donde la vida ocurre sin promesas de gloria. Un lugar incómodo, sí, pero también profundamente humano.

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