La hermanastra fea
Emilie Blichfeldt reescribe el mito de La Cenicienta desde un ángulo que interpela el presente. Su ópera prima coloca a Elvira (Lea Myren), la hermanastra del angelical personaje de cuento, en el centro de la narración con una premisa clara: la belleza impuesta opera como accesorio de control. En esa línea, el film usa el gótico victoriano a modo de trasfondo social para hablar de un deseo que tiende a confundir la aceptación con la existencia.
La hermanastra fea funciona en dos sentidos. Primero, como parábola, cuando una familia arruinada transfiere a la apariencia la expectativa de salvación. Y después, como estudio de personaje, cuando Elvira aprende a sacrificar carne y voluntad para acceder a un sistema de reconocimiento. La dirección de arte, recargadísima, argumenta desde la acumulación de objetos respaldando la idea de una falsa riqueza que va disfrazada por la ostentación. En ese sentido, la película gira en torno a las apariencias y los secretos a voces; un acertado recurso que la directora noruega explota sin cansancio a lo largo de toda su película.
Blichfeldt elige el gore y el humor negro como camino para narrar su reinterpretación del clásico de Charles Perrault. Para Elvira, experimentar con el dolor —físico y psicológico— implica un método de vida que debe asumirse con naturalidad en beneficio de un premio mayor: la atención del príncipe.
Por ello, su camino está poblado de intervenciones quirúrgicas salvajes que buscan dejar atrás su “fealdad”: un cincel martillado para corregir su nariz aguileña, pestañas cosidas con bisturí, la promesa de una tenia que devora grasa, brackets que más parecen jaulas dentales, un machetazo que cercena sus dedos para que el zapato le calce. Cada operación es el escalón de un aprendizaje. Estas secuencias activan el body horror respaldando un pensamiento que se aleja del impacto efectista. En La hermanastra fea, el cuerpo se vuelve lenguaje —¿alguien llamó a Cronenberg?—.
La frase repetida por la protagonista —“Ser hermosa es ser vista; ser vista es existir”— enuncia el núcleo ideológico de la trama. Elvira no queda reducida a víctima pasiva. Su obsesión persiste, aun cuando reproduce la insana lógica de la autoflagelación. Ello hace más incómoda la lectura feminista del film y, al mismo tiempo, más honesta. Lo grotesco trabaja a favor de la idea: exhibir los cánones estéticos como instrumentos de tortura que se aceptan por fe en el premio social de lo atractivo. La puesta en escena refuerza la tesis con encuadres ceñidos y movimientos que cercan a los personajes; cada plano opera como una prisión.
Si bien el humor negro y la sátira social son permanentes, la película rinde más cuando se atreve a cuestionar los estándares de belleza que cuando insiste en el subrayado de la envidia. Ciertos pasajes reiteran ideas ya establecidas y algunas subtramas —la propia historia de la madre y la hermana— quedan en el esbozo. Había potencial para abrir una genealogía de mujeres atrapadas en la misma trampa del espejo, pero la directora prefiere apostar exclusivamente por su protagonista.
Paradójicamente, la película alcanza sus picos de mayor interés y efectividad cuando el elemento gore asoma sin reservas. Las secuencias donde la protagonista se automutila o la aparición de la tenia parásita son grotescas en su concepción visual, pero poseen un encanto visceral y una sorna punzante. Estos momentos explícitos son los que logran fusionar la sátira con la revulsión, sellando el pacto de Blichfeldt con un relato que, más allá de su marco histórico, fulmina el presente.
Blichfeldt articula drama de época, terror corporal y comentario social en una puesta en escena eficaz. No se puede negar la cercanía con La sustancia, pero con naturalidad se diferencian mucho en el diseño visual: cada herramienta, cada corsé funciona como concepto en escena. La hermanastra fea termina configurando un espejo oscuro del deseo contemporáneo y deja una pregunta que persiste después del último plano: ¿qué costo estamos dispuestos a pagar para ser vistos?

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