El corazón del lobo
Una encrucijada sobrevuela la película: crecer bajo consignas o recuperar la capacidad de elegir. El corazón del lobo, de Francisco J. Lombardi, sigue a Aquiles (Víctor Acurio), un niño asháninka secuestrado a los nueve años por Sendero Luminoso tras el arrasamiento de su comunidad. La narración acompaña su tránsito, desde la niñez y más allá de la adolescencia, supeditado al mando de distintos líderes violentos y el rigor de una doctrina, hasta que un día emerge la duda sobre el sentido de la lucha armada.
Casi cuatro décadas después, el director tacneño vuelve sobre un tema que dialoga con La boca del lobo (1988), una de las películas más importantes de su filmografía. Para su nueva entrega, el cineasta adapta el libro de Carlos Enrique Freyre -El miedo del lobo- y recoge la historia de los pobladores de la Amazonía peruana que padecieron la represión de Sendero Luminoso, algo que rara vez ha sido representado en el cine. A diferencia de la obra ochentera, centrada en soldados del Ejército peruano, El corazón del lobo se inserta en la vida cotidiana de los cuadros subversivos y examina, con distancia analítica, el proceso de adoctrinamiento dentro de sus células clandestinas y en su proyección hacia comunidades diseminadas en la inhóspita selva. El filme ancla esta observación en gestos concretos: desde las vigilancias entre pares hasta las sanciones rituales que aseguran disciplina.
La cinta privilegia un drama ético por encima del frente bélico sin remarcarlo: Lombardi indaga el punto en que la ideología deja de proyectar futuro y la militancia se reduce a rutina de supervivencia. Así, el ideal se erosiona. En la misma línea, la película perfila personajes situados en extremos opuestos del convencimiento. Las cúpulas subversivas aparecen abusivas, radicalizadas y, en cierta medida, parasitarias; por su parte, los “camaraditas” como Aquiles marcan el paso de la lucha disciplinados por el miedo y la subordinación. Con todo, Lombardi evita idealizarlos: procura dotarlos de sentido y motivación sin incurrir en romantizaciones.
Por otro lado, la selva peruana opera simultáneamente como espacio físico, contexto y personaje. Sus intrincados senderos actualizan, en clave metafórica, la confusión que afecta tanto a las fuerzas del orden como a cierta facción senderista que ve en la deserción una posible vía de salida. Quien mejor conoce ese entorno es Aquiles, cazador formado por su padre en la niñez, que solo comienza a sentir el peso aplastante de la selva cuando sus superiores le ordenan matar o ejecutar actos que rechaza. Percibe que su espacio natural —y su vida— ha sido vulnerado por forasteros incapaces de apreciar un mundo que para él había sido armónico. Lombardi trabaja la noción de pertenencia arrebatada y, al mismo tiempo, enfatiza que, en última instancia, el protagonista es el artífice de su destino, aunque ello no resulte evidente hasta avanzada la película.
Una de las secuencias clave se da cuando Aquiles llega por primera vez a la ciudad y es contactado por mandos del Ejército para colaborar con datos sobre sus antiguos compañeros. La charla con el oficial no reparte absoluciones ni dicta condenas: hace visibles las responsabilidades cruzadas que alimentaron la violencia. Lombardi evita el sermón y la pose solemne; sostiene la escena dejando que la tensión se exprese por sí sola. La sobriedad de las imágenes y la ausencia de subrayados musicales abren el campo de interpretación para el espectador. No hay facilismo al asignar héroes y villanos; prevalece la comprensión de los mecanismos de captación, lealtad y delación que atraviesan a los personajes.
Sin golpes de efecto, El corazón del lobo cierra despejando el pesimismo y apuesta por un reencuentro triste y esperanzador: Aquiles queda ante una elección que por primera vez le pertenece. Lombardi mantiene el rigor que une el relato —puesta clara, tono contenido, ética de observación— y orienta el desenlace hacia el desplazamiento del protagonista más que hacia un dictamen. La violencia se reconoce como contexto y la supervivencia funciona como punto de partida para una nueva etapa. En esa sobriedad se afirma la potencia de la película.

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