Una batalla tras otra
No existe un título más apropiado para una película en la que cada gesto encarna resistencia que Una batalla tras otra. Paul Thomas Anderson (PTA) firma aquí su obra más contestataria y, paradójicamente, una de las más divertidas del año. El trasfondo político no le confiere solemnidad, aunque sí sostiene la tensión de una cuerda que vibra como eco de un país que parece encaminarse al suicidio, absorto en sí mismo, incapaz de atender a su propio contexto histórico.
A partir de la adaptación de Vineland, de Thomas Pynchon, PTA reelabora el texto para recordarnos que, cada cierto tiempo, la gran potencia de las estrellas y las franjas se dispara a los pies, olvidando los fundamentos multiétnicos que la han formado y el espíritu que la convirtió en una superpotencia. Mirar más allá de lo evidente permite concluir que la revolución ficticia de su película no es un simple reflejo coyuntural ni un eslogan de ocasión, sino una sofisticada percepción de la condición humana contemporánea.
La cinta inicia con la intensidad propia de un clímax. El grupo revolucionario French 75 irrumpe en la frontera entre México y Estados Unidos: toman como rehenes a los oficiales y liberan a los migrantes retenidos. En el centro de la acción aparece Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor), un huracán de fuerza vital que desarma —y humilla— al coronel Steven J. Lockjaw (Sean Penn), encarnación del militar blanco, racista y desalmado. Esa escena basta para comprender que estamos frente a una propuesta narrativa alimentada por obsesiones y memoria, siempre sostenida en los registros corrosivos de la comedia negra.
Lockjaw queda entonces atrapado en una fijación sexual con Perfidia —vehemente, afroamericana y al filo de los límites revolucionarios—, mientras ella y su compañero y amante Bob Ferguson (Leonardo DiCaprio) intentan mantener viva la llama insurgente y, a la vez, criar a su hija en común, Willa. Dieciséis años después, el conflicto permanece: la persecución continúa, los cuerpos se desgastan, los recuerdos se desvanecen, y hasta los subversivos olvidan códigos. PTA construye así una parábola sobre la fragilidad del heroísmo y acerca de la manera en que las causas sobreviven incluso en medio de la precariedad más absurda y la verosimilitud más divertida. En esa dirección, lo de Benicio del Toro es jocosidad innata sin necesidad de recurrir a exageraciones.
La película respira una tensión ininterrumpida. No se detiene a subrayar ideas ni a sugerir lecturas moralizantes. Es bajo esa capa que se escuda su fuerza. La música, a veces representada por una sola tecla de piano martillada, se convierte en alarma, en latido persistente, en recordatorio de que el tiempo se extingue y que todo debe avanzar con la velocidad de un bólido. Una batalla tras otra se proyecta en una contundente narrativa audiovisual donde la dirección de arte, la fotografía y la mezcla sonora convergen para intensificar el vértigo, arrastrando al espectador desde la primera hasta la última secuencia.
DiCaprio encarna a Bob desde una distancia consciente respecto al estereotipo del líder mesiánico. No necesita predicar ni erigirse en figura carismática: basta con ser un “sencillo revolucionario” que lucha por sostener a su hija mucho más que por la propia causa. La joven Chase Infiniti, en el rol de Willa, aporta la otra mitad de ese binomio emocional, anclando el relato en una intimidad que se resiste a ser devorada por el espectáculo de la violencia. Penn, en cambio, despliega un villano que encarna con precisión la brutalidad de un poder obsesionado con aniquilarlo todo, incluso los recuerdos de la memoria colectiva.
La película también aborda la reescritura de la historia. Por ejemplo, en una escena se cuestiona lo que aparece en los manuales escolares sobre Benjamin Franklin y lo que las élites deciden ocultar para mantener intactos sus mitos fundacionales. En ese sentido, Una batalla tras otra dialoga de forma incisiva con el presente: un tiempo en el que se prohíben libros, se hostiga a presentadores de televisión y se deforma la verdad en nombre de la pureza racial o de nostalgias reaccionarias como el Make America Great Again.
Otro aspecto destacable del filme es que PTA evita el cinismo. A diferencia de otras películas con tintes “políticos”, aquí hay espacio para la esperanza. El vínculo entre Bob y Willa, con su fragilidad nuclear, impide que el relato derive en sermón. Lo único que podría reprochársele al director es que el desenlace no mantiene la misma mordacidad que exhibe a lo largo de su extensa duración. Tampoco recurre a la paradoja, a la sátira ni a la autoparodia. Sin embargo, este último tramo no desbarata lo que su creador ha construido de forma contundente.
Una batalla tras otra se configura como la afirmación de que la lucha persiste porque el ser humano insiste. No se trata de acumular pérdidas, sino de comprender cada caída como preludio de una chispa nueva. Y en esa chispa se cifra, acaso, el cine mismo: una batalla contra el olvido, contra la resignación, sostenida además por el uso genuino e irreverente del humor negro, que transforma la tragedia en ironía y la resistencia en un acto de vitalidad contagiosa.

:quality(75)/blogs.gestion.pe/el-cine-es-un-espejo/wp-content/uploads/sites/133/2019/08/el-cine-es-un-espejo.jpg)
