La vida de Chuck
¿Dentro de qué márgenes podemos ubicar La vida de Chuck? Su distribuidora la presenta como una película de ciencia ficción; no obstante, tras su visionado, el análisis exige una mirada más cercana al melodrama y, en menor medida, se la vincula con el ¿musical? ¿Hacia dónde va? ¿Qué busca? Lo cierto es que su director, Mike Flanagan, experimenta con la narrativa enfundado en un falso traje de innovador, sin lograr un resultado concreto. Comparada con el plano literario, la última propuesta de Flanagan es lo más parecido a una novela de prólogo infinito.
La vida de Chuck desarrolla su historia en tres actos que recorren la existencia de Charles Krantz en sentido inverso. En el primer acto, se presenta un mundo extraño que comienza a colapsar sin explicación: aparecen anuncios con el rostro de Chuck, mientras la gente percibe el fin inminente. Pronto se revela que este caos simboliza su muerte a causa de un tumor cerebral a los 39 años. El segundo acto retrocede a un episodio luminoso: un baile improvisado en plena calle, donde Chuck se entrega a la música con alegría, mostrando la fuerza de los instantes cotidianos como celebración de la vida. Finalmente, el tercer acto nos conduce a su niñez en una casa antigua y supuestamente embrujada. Allí, entre juegos y temores infantiles, se comprende que cada experiencia, por mínima o inquietante que parezca, forma parte de la existencia, resaltando el valor de estar vivos.
Basada en un relato breve de Stephen King, La vida de Chuck se revela como una adaptación ambiciosa que busca funcionar como metáfora sobre la vida, la muerte y la fugacidad de los momentos. Sin embargo, pese a sus pretensiones, la película tropieza en un terreno delicado: confunde sentimentalismo con profundidad, y la aparente complejidad estructural termina encubriendo un vacío emocional difícil de eludir.
Chuck (Tom Hiddleston en su etapa adulta) encarna a un trabajador bancario que, ¡vaya paradoja del destino!, termina convirtiéndose en una figura casi mesiánica mientras el mundo parece destruirse a su alrededor. Flanagan apuesta por extensas voces en off y reflexiones pseudofilosóficas sobre el cosmos o las matemáticas, pero nunca logra acceder de manera genuina a la interioridad del hombre, rara vez lo sentimos como un personaje carnal.
En este sentido, la película falla en la construcción de vínculos entre sus figuras centrales. Por ejemplo, la relación entre Marty (Chiwetel Ejiofor) y Felicia (Karen Gillan), la pareja que protagoniza el tercer acto (que, en realidad, es el primero en aparecer), nunca despega y se queda en pensamientos huecos asociados a la trascendencia humana en un contexto apocalíptico. La dupla orbita alrededor de Chuck, pero nunca se entrelaza de forma orgánica; permanecen como piezas sueltas, sin rumbo.
Se intuye que el guion busca conmover con cada encuentro en el que los personajes exponen sus ideas y sus sentimientos, pero la ejecución, sostenida por diálogos cargados de moralina, genera más distancia que empatía, y hasta un poco de confusión. En vez de explorar con rigor la dimensión existencial del relato original de King, Flanagan opta por una puesta en escena edulcorada, sin motivaciones palpables y acompañada de adornos fotográficos, un paliativo que disfraza la óptica rimbombante del realizador.
Pero no todo es un desastre. Hay un momento que brilla: la secuencia de baile del segundo acto. En ella, Hiddleston, acompañado de Annalise Basso, se entrega a un número improvisado que conjuga gracia, energía y un innegable magnetismo. Por unos minutos, la película respira autenticidad, liberándose del lastre de su propia grandilocuencia. Es triste comprobar que este instante se convierte en el verdadero corazón del filme y, al mismo tiempo, en un recordatorio de todo lo que pudo ser y no fue. El aire que Flanagan gana en esta secuencia se pierde causando que su aerostática pieza se estrelle de forma estrepitosa. La vida de Chuck exige una reflexión mayor para entender qué hemos visto y qué quiso hacer su creador. Al final solo queda un vacío desolador.

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