La hora de la desaparición
En el pequeño pueblo de Maybrook, una noche a las 2:17 a.m., diecisiete niños salen de sus casas sin explicación alguna y desaparecen. Solo Alex (Cary Christopher) permanece en casa. La profesora Justine (Julia Garner), quien lidera la clase de todos los menores, ahora se encuentra bajo el foco de sospecha.
Por su parte, Archer (Josh Brolin), padre de uno de los niños desaparecidos, emerge como un hombre destrozado por el dolor, dispuesto a todo para hallar respuestas. Paul (Alden Ehrenreich), un policía poco hábil para la investigación, se ve involucrado accidentalmente en el caso, sin sospechar las consecuencias.
Mientras tanto, Marcus Miller (Benedict Wong), director del colegio, intenta mantener la calma mientras la comunidad estudiantil se desmorona a su alrededor. James (Austin Abrams), un drogadicto de torpe proceder, no resistirá la tentación que traen las circunstancias del mal momento, pero saldrá mal parado.
En medio del pánico, surge Gladys (Amy Madigan), tía de Alex, una figura enigmática y cruel cuya relación con él, así como su comportamiento misterioso, introduce nuevas capas de inquietud en una comunidad ya convulsionada.
A través de estos personajes y de forma episódica es que Zack Creeger construye La hora de la desaparición, una película que puede despertar sensaciones opuestas y contradictorias, aunque no deja de llamar la atención por los riesgos que asume.
El filme guarda una evidente cercanía con el espíritu cinematográfico de directores que han convertido lo onírico en un territorio fértil para la creación —como es el caso de David Lynch o, en otro registro, Guy Maddin—. Sin embargo, a diferencia de estos referentes, la obra de Creeger se diluye con facilidad, como agua que se escurre entre los dedos.
Sus múltiples capas y significados simbólicos carecen de una cohesión global que permita sostener la originalidad de su premisa. No se trata, por supuesto, de exigirle al director una explicación exhaustiva ni una coherencia narrativa absoluta; ello, en un cine que se nutre de la ambigüedad, es irrelevante. Lo fundamental es que el relato, incluso en su fragmentación, construya una experiencia sensorial que trascienda la mera lógica argumental.
En este sentido, el problema de La hora de la desaparición radica en la desprolijidad con que se abren líneas narrativas que luego no son desarrolladas ni siquiera como posibilidades sugerentes. El cine de realizadores como Lynch -queriéndolo o no, el de Montana aparece como un faro que ilumina las ideas inquietantes al interior del mundo del cine de terror- demuestra que lo onírico se sostiene en la tensión entre lo irresuelto y lo inquietante. Creeger, en cambio, parece oscilar entre el deseo de provocar enigmas y la incapacidad de articular sus imágenes en una atmósfera cohesionada.
Así, lo que podría haberse constituido en una experiencia hipnótica, donde la intriga y la desestabilización de lo real sirvieran como motor expresivo, se reduce a un ejercicio irregular. La película se inscribe en el marco del cine de terror atravesado por alucinaciones, sueños y evocaciones, pero sin alcanzar la densidad estética ni la consistencia narrativa que este tipo de universo exige para generar un verdadero impacto en la memoria del espectador.
No obstante, La hora de la desaparición presenta una contracara que compensa sus incongruencias narrativas. Desde las primeras escenas, Creeger introduce un recurso que permite develar la verdadera naturaleza de sus personajes: en el suburbio donde se desarrolla la historia, aparentemente no ocurre nada, pero en realidad suceden múltiples acontecimientos que permanecen ocultos bajo una fachada de normalidad. Esta capacidad para desmantelar lo subyacente y exhibir lo perverso que se esconde tras la apariencia cotidiana constituye uno de los mayores aciertos del cineasta.
Entre los elementos más sutiles y potentes de la película, destaca la crítica implícita a ciertos aspectos arraigados en el imaginario colectivo estadounidense. La trama pone en evidencia problemáticas como la tenencia de armas por parte de menores, la naturalización del acoso y el abuso escolar, así como la idealización de la familia tradicional como un núcleo funcional y estable.
Tales temas son presentados no como excepciones sino como síntomas de una cultura que, en su afán por sostener una imagen de orden y prosperidad, suele ignorar o encubrir sus propias discordancias. En consecuencia, la película construye una denuncia sobre la hipocresía social que atraviesa ciertos sectores de una sociedad, donde la apariencia de estabilidad y moralidad sirve, en muchos casos, para silenciar el conflicto, la violencia y el dolor.
Creeger, elogiado por su magistral debut con Bárbaro (2022), asume en La hora de la desaparición los roles de guionista y productor, lo que le confiere un control absoluto sobre la obra. Esa total responsabilidad, tanto en sus aciertos como en sus equivocaciones, es ineludible. Al menos, se reconoce su valentía al arriesgar y evitar la complacencia, aunque muchas de sus decisiones carezcan de justificación suficiente. El sabor que deja la película no es amargo, pero sí agridulce, marcado por una sensación de incapacidad que persiste una vez finalizado el visionado.

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