Haz que regrese
El cine de terror suele insistir en lo invisible: fantasmas, demonios, apariciones. Sin embargo, lo más inquietante ocurre cuando el horror se encarna en lo cotidiano, cuando lo que debería ser refugio se convierte en amenaza. En Haz que regrese, los hermanos Danny y Michael Philippou continúan la senda iniciada con Háblame (2023), pero esta vez con un giro hacia lo doméstico. La película se instala en un territorio donde el dolor parental se transforma en violencia y el amor se pervierte en cautiverio.
El relato puede parecer brutal desde su premisa: dos adolescentes encuentran a su padre muerto en la ducha. Andy (Billy Barratt) y Piper (Sora Wong), huérfanos de golpe, quedan bajo el cuidado de Laura (Sally Hawkins), una ex trabajadora social marcada por la pérdida de su hija y que cría a un niño adoptado, Oliver (Jonah Wren Phillips). A partir de aquí, la trama se adentra en un espacio en el que la supuesta protección se convierte en prisión. Piper, ciega, depende de la guía de Andy; Andy, todavía menor, busca ser reconocido como tutor de su hermana. Esa vulnerabilidad es el terreno donde Laura despliega una lógica torcida: su necesidad de llenar un vacío la lleva a construir una familia a la fuerza, incluso si ello significa manipular, humillar y enfermar al muchacho.
Al igual que en su trabajo debut, los directores australianos asumen riesgos al acumular elementos que repasan tópicos del cine de terror: rituales exóticos en lenguas ajenas, videos con tufillo a grabaciones snuff, símbolos encriptados que generan misterio. Este exceso —ese “más es más” que parece ser una marca registrada de los Philippou— puede dispersar la tensión, pero también refuerza la sensación de que nada en este universo es confiable. El argumento funciona mejor cuando se concentra en el vínculo enfermizo entre Laura y los hermanos, donde se percibe con claridad la dimensión más perturbadora del filme: el terror corporal.
El cuerpo, en Haz que regrese, es un espacio de castigo. Andy es sometido a un proceso de demolición física y psicológica: la enuresis inducida, la fragilidad paulatina, la exposición constante a la sospecha. Cada síntoma es un recordatorio de que el cuerpo puede convertirse en prueba de incapacidad, en justificación para despojarlo de su autonomía. La violencia, aunque explícita en ciertos momentos —la célebre escena del cuchillo lo confirma—, no funciona como simple regodeo gore, sino como manifestación visible de una herida invisible: el duelo que se niega a cicatrizar.
En esa clave, Laura no es un monstruo arquetípico, sino una madre atravesada por la desesperación. Su “ternura” es solo máscara de una necesidad que devora todo a su paso. La necrofilia emocional, más que los rituales o los fantasmas, es lo que sostiene el horror: la incapacidad de dejar ir, la obsesión de retener lo que ya está perdido. Por momentos, la violencia íntima se convierte en el reflejo de una sociedad que no sabe -o no quiere- lidiar con sus propios traumas.
Hawkins sostiene su interpretación desde la firmeza que otorga su lenguaje no verbal. Por momentos, Laura proyecta compasión ilimitada y uno mismo puede compadecerse de su desgracia, pero en otras escenas llega a desdoblarse en un personaje despreciable y egoísta al que podemos desearle los peores infortunios. Esa versatilidad, tan pendular como explosiva, es uno de los atractivos de la película.
Por otro lado, el trabajo fotográfico contribuye a viciar la atmósfera que domina secuencias enteras del filme. Cada rincón de la casa respira amenaza: el baño, el sótano, la cocina. La cámara convierte los espacios comunes en trampas, como si los objetos mismos recordaran lo irremediable de la pérdida.
Al final, Haz que regrese no pretende ofrecer redención. No hay forma de que pase eso. Queda la certeza de que el dolor, cuando no encuentra cauce, puede mutar en forma de violencia. Si Háblame exploraba los riesgos del juego adolescente con lo sobrenatural, esta nueva entrega revela su reverso adulto: la tragedia del apego enfermizo, la cárcel emocional que se impone sobre los cuerpos.
En ese tránsito, los Philippou confirman que el verdadero espanto no proviene de espectros externos, sino de lo demasiado humano: del amor que se pudre y del duelo que no sabe morir.

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