29 Festival de Cine de Lima. Las recomendadas en competencia documental
Es el año de los documentales peruanos. Tal es su calidad que tres películas sobre temas muy distintos entre sí encabezan lo mejor del festival. A los trabajos nacionales se suma la monumental propuesta de la argentina Clarisa Navas. A continuación, presentamos las reseñas de lo que más nos ha gustado en esta categoría.
Vino la noche (Paolo Tizón, Perú)
¿Qué ocultan los recios soldados cuando nadie los observa? ¿Qué sueños se esconden tras las arengas a todo pulmón? ¿Qué anhelos se disimulan cuando su virilidad es puesta a prueba? La ópera prima de Paolo Tizón retrata a un grupo de jóvenes militares de la Fuerza Aérea del Perú que sirven a la patria entre exigentes rutinas físicas y una constante presión psicológica. Sin embargo, a medida que avanza la película, se revelan como personas que, con cierta cautela, exponen sus vulnerabilidades, hasta convertir sus conductas en verdades dolorosas que impactan tanto en el plano físico como en el emocional.
Tizón emplea la cámara en mano como recurso narrativo para establecer una conexión íntima con el espectador. Entre los jóvenes, las preferencias románticas y las aficiones se comparten en conversaciones cómplices y amenas. Pese a las evidentes restricciones para registrar imágenes en el ámbito castrense, el director aprovecha una oportunidad única. En ese sentido, permitir que estos muchachos se expresen y compartan sus perspectivas exige paciencia; capturar los momentos precisos sin caer en la impertinencia constituye uno de los mayores aciertos de Vino la noche.
Otro de los valores esenciales del documental reside en el equilibrio entre la dureza ejercida por los oficiales y el sentido de pertenencia que los jóvenes desarrollan hacia el cuerpo militar. Tizón no pretende satanizar la vida en los cuarteles, mucho menos hacer propaganda; más bien, expone los intereses de cada parte y los entrelaza para hacerlos funcionar según las aspiraciones de los protagonistas. En su tramo final, destaca el uso de la fotografía cuando el pequeño pelotón avanza entre tinieblas, dejando abierta la posibilidad de una pesadilla emocional. Entonces, todo estalla y se reafirma la impresión de estar frente a la mejor película peruana del año.
El príncipe de Nanawa (Clarisa Navas, Argentina)
Tras su paso triunfante por la vigésima cuarta edición del Festival de Cine de Lima con Las mil y una, la directora nacida en Corrientes presenta un trabajo de largo aliento que documenta la vida de Ángel Stegmayer a lo largo de nueve años. El arco temporal abarca desde su niñez hasta la adolescencia, en el contexto de la bulliciosa frontera entre Argentina y Paraguay. En este recorrido, Navas registra las transformaciones que atraviesa Ángel: al inicio, un niño locuaz, con una manera de pensar y cuestionar la vida distinta a la de sus contemporáneos; al final, un joven que, pese a la dureza de su entorno social y económico, afronta el futuro con una actitud positiva, superando los altibajos que le impone la realidad.
La directora retrata la cotidianidad de Ángel sin interferir en el funcionamiento de su núcleo familiar, logrando mimetizarse con el ambiente de subsistencia que caracteriza a los barrios que recorre el protagonista. Asimismo, el documental incorpora material grabado con teléfonos celulares por el propio Ángel. De este modo, la obra se sustenta en un naturalismo que invita al espectador a empatizar e involucrarse con las personas que aparecen en pantalla, a fin de comprender una realidad marcada por la ausencia de las autoridades y por la aplicación de una ley dictada por el bien común, aun cuando se encuentre al margen de la oficialidad.
El príncipe de Nanawa se construye a partir de conversaciones espontáneas, silencios elocuentes y miradas cargadas de emoción. Hay un momento en que la propia Navas se involucra en la historia aflorando sentimientos de amistad y solidaridad que embargan las fibras más sensibles del espectador. Por otro lado, sus casi cuatro horas de duración -incluido un intermedio de 15 minutos- no le restan ritmo ni interés al producto final; por el contrario, invitan a seguir el crecimiento de Ángel sin emitir juicios apresurados. Estamos ante uno de los trabajos documentales más sólidos que se han realizado en América Latina en los últimos años.
Runa Simi (Augusto Zegarra, Perú)
David y Goliat. Fernando y Disney. Un actor de doblaje, originario del Cusco, sueña con que El rey león pueda escucharse y apreciarse en quechua, lengua milenaria y pilar de la herencia cultural andina. Sin embargo, las barreras que enfrenta en el camino —especialmente las relacionadas con los derechos de autor— convierten su propósito en una meta ardua y compleja. Para alcanzar este anhelo, emprende una cruzada en la que confluyen la reivindicación de la identidad cultural, el desafío de enfrentarse a la inalcanzable maquinaria hollywoodense y la responsabilidad de forjar un legado para su pequeño hijo. Bajo el esquema del biopic, el cineasta Augusto Zegarra presenta una obra realizada a pulso, sostenida por el ingenio y una profunda carga emocional.
Lo que en apariencia podría ser una película amable sobre el recorrido de un hombre soñador y perseverante se revela, en un plano más profundo, como un alegato político y cultural que defiende un idioma y lucha por su permanencia. En varios pasajes del documental, Fernando expresa —con amargura y tristeza contenidas— la marginación histórica que sufren los quechuahablantes, víctimas de un silenciamiento que no solo amenaza a una lengua, sino también a la memoria y cosmovisión que ésta encierra. Zegarra evita caer en el sentimentalismo facilista; en su lugar, equilibra escenas de humor y ternura cotidiana con momentos de frágil y honesta humanidad, mostrando así que la lucha por la lengua es también una lucha por la dignidad.
Runa Simi trasciende la narración personal para convertirse en una radiografía de la industria del doblaje y de la compleja burocracia que la regula. Es un mundo donde los millones de dólares que mueven las grandes corporaciones se oponen a los limitados recursos del autofinanciamiento, evidenciando la desigualdad estructural que enfrentan los proyectos culturales independientes. De este contraste emerge un mensaje fundamental: preservar y difundir el quechua no es solo un acto de resistencia, sino una afirmación de identidad y un homenaje a la riqueza cultural andina, cuyo valor trasciende fronteras y épocas.
La memoria de las mariposas (Tatiana Fuentes, Perú)
En su debut como directora, Fuentes se adentra en las heridas abiertas de un tema que continúa despertando indignación: la esclavización y el exterminio de los pueblos originarios amazónicos durante la denominada “fiebre del caucho”. El punto de partida de este viaje cinematográfico surge a partir de una fotografía de inicios del siglo XX, en la que aparecen dos nativos, Omarino y Aredomi, quienes posteriormente serían trasladados a Londres con el propósito de ser “integrados” en una sociedad que se autodenominaba civilizada.
A través de material inédito y de una investigación rigurosa sobre la realidad peruana de la época, Fuentes deconstruye un episodio cruel e inhumano que enriqueció a determinadas familias, entre ellas los antepasados de su propio hijo. En este cruce entre memoria histórica y experiencia personal, la narración adquiere un matiz conflictivo que abre un espacio para la autorreflexión colectiva: ¿cómo fue posible que tales abusos fueran no solo tolerados, sino también legitimados por el poder económico y político?
La memoria de las mariposas es una obra audiovisual de gran potencia expresiva, que destaca por la experimentación consciente de su lenguaje cinematográfico. Recortes periodísticos, grabaciones de época, testimonios escritos y cartas de quienes denunciaron las atrocidades —entre ellos Roger Casement— se entrelazan en un montaje de resonancias surrealistas. El resultado es un discurso sensorial en el que el collage de imágenes y sonidos no solo reconstruye un pasado silenciado, sino que también alza la voz por aquellos que fueron privados de la suya, pero que, al menos para Fuentes, permanecen vivos en la memoria.
En el tramo final, la directora —también productora y guionista de la obra— emprende un viaje real hacia la comunidad de los nativos retratados en aquella fotografía, con el propósito de encontrar a quienes podrían ser sus descendientes. Este gesto cierra un círculo narrativo y ético: un acto de homenaje y reivindicación para quienes fueron invisibilizados por una clase opresora que, amparada en el progreso, construyó su prosperidad sobre la negación de la dignidad humana.

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