Magic Farm
A medio camino entre la comedia de enredos y el drama con tintes existenciales, Magic Farm, segundo largometraje de Amalia Ulman, construye un universo donde lo absurdo convive con la crítica social. La estética que propone la directora se sumerge en lo insólito, mientras que el guion —también firmado por ella— apunta a una reflexión irónica al contrastar lo urbano con lo rural, al tiempo que examina el rol de los medios de comunicación en la era de la hipervisibilidad digital. Sin embargo, esta ambición temática se ve opacada por un desarrollo narrativo desequilibrado que diluye su potencial.
La trama se centra en un equipo periodístico estadounidense que, en su afán por registrar sucesos inéditos, termina en Argentina tras un error de coordinación idiomática. Su objetivo inicial se desvía hacia una comunidad rural marcada por el abandono estatal, la exposición a pesticidas con efectos nocivos sobre la salud y una religiosidad que condiciona algunas decisiones colectivas. Este giro, que podría detonar una sátira incisiva, se transforma en una sucesión de situaciones que oscilan entre la farsa grotesca y la denuncia social, sin lograr una auténtica síntesis entre ambas. ¿Importa? A Ulman, no. Su película es un ejercicio experimental con personajes extremos, potenciado por encuadres aberrantes, música hipnótica y circunstancias improbables.
Cada miembro del equipo encarna una forma particular de crisis personal, que se entrelaza con la perspectiva lúdica de Ulman. Dave (Simon Rex), el productor ejecutivo, representa el cinismo del mundo mediático. Su presencia es breve pero significativa: debe regresar anticipadamente a Nueva York para enfrentar múltiples denuncias por conducta inapropiada. Su salida temprana funciona como un comentario sobre la cultura de la cancelación, pero también como síntoma de un poder que evade las consecuencias de sus decisiones, dejando a sus subordinados enfrentar el caos.
Edna (Chloë Sevigny), la conductora del programa, se muestra atrapada en una rutina que la desgasta. Su incomodidad no se limita al lugar en el que se encuentran, sino que se extiende al rol que desempeña dentro de la maquinaria del espectáculo. A través de silencios incómodos, Edna encarna el hastío de quien ha perdido la fe en el sentido de su trabajo.
Justin (Joe Apollonio), de temperamento bucólico y ligeramente distraído, desarrolla una atracción hacia el recepcionista del hotel (interpretado por Guillermo Jacubowicz) donde se hospeda el equipo de filmación. Atención, despistados, esta subtrama, por sí sola, no convierte a la película en una obra de temática queer. Por otro lado, la desconexión de Justin con su entorno contribuye a reforzar la idea de un grupo incapaz de establecer vínculos auténticos con aquello que busca documentar.
Jeff (Alex Wolff), por su parte, entabla una relación con Manchi (Camila de Campo), una joven local con manchas visibles en la piel. Se construye así un deseo ambiguo, donde se entrelazan la curiosidad y el fetichismo. Manchi no es víctima ni simple objeto de deseo, sino una figura que desafía los estereotipos del forastero.
Por último, Elena, interpretada por la propia Ulman, constituye el único puente lingüístico y cultural entre ambos mundos. Su dominio del español le permite negociar y sostener, aunque con dificultad, la estructura tambaleante del equipo. Desde su rol como productora, intenta mantener la cohesión del grupo, actuando como mediadora entre el absurdo exterior y la lógica interna del rodaje. A pesar de ello, su esfuerzo evidencia los límites de la mediación cultural cuando los marcos de referencia resultan incompatibles.
Ulman propone una galería de personajes atravesados por la soledad, envueltos en ironía y estrategias de supervivencia. La película, en su mejor versión, ofrece una crítica mordaz al centralismo y el funcionamiento mediático contemporáneo, que convierte el sufrimiento ajeno en espectáculo.
Aunque el esfuerzo de Ulman busca sostenerse sobre una comicidad que, si bien resulta original por momentos, se debilita ante subrayados existencialistas vacíos. Así, lo que inicialmente se plantea como una comedia inteligente y provocadora termina perdiendo fuerza debido a la falta de cohesión entre sus múltiples capas discursivas.
Ello no impide que Magic Farm constituya una propuesta singular. Su apuesta estética y su mirada crítica merecen atención, aunque la falta de equilibrio formal y una ejecución narrativa incapaz de integrar sus elementos dispares hacen que funcione más como un boceto provocador que como una obra consolidada.
Nuevamente, ¿importa? No, porque estamos ante una elección que juega con lo absurdo, un riesgo que opera desde lo accesorio y lo experimental.

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