Exterminio: La evolución
Danny Boyle regresa a la saga que ayudó a redefinir el cine de zombis con Exterminio: La evolución, pero no lo hace desde la comodidad de la repetición. Esta tercera entrega, escrita nuevamente por Alex Garland, 28 años después, asume el riesgo de subvertir la fórmula y explorar territorios inesperados. Desde su impactante secuencia inicial —niños aterrados viendo a los Teletubbies mientras una horda de infectados irrumpe violentamente— la película anuncia que no pretende ser solo una continuación, sino una mirada distinta sobre la pérdida, el miedo y el tránsito hacia la madurez en un mundo devastado. Boyle combina horror, lirismo y crudeza para recordarnos que, incluso en medio de la destrucción, aún queda espacio para la sorpresa y la emoción
Las acciones transcurren en Holy Island, una comunidad aislada que sobrevive con una lógica casi medieval tras décadas de pandemia. Allí vive Spike, un niño de 12 años que idolatra a su padre, Jamie, y cuida de su madre, Isla, debilitada por enigmáticos episodios de pérdida de conciencia. La narración se articula en torno a dos viajes que experimenta el muchachito: primero, una cacería con su padre como rito de iniciación (una mirada suspicaz al molde del “macho todoterreno” que debe gobernar el mundo); después, la huida de Spike con su madre hacia el continente en busca de un médico que podría salvarla. Boyle contrapone ambos recorridos físicos para abrir perspectivas distintas sobre la forma en que puede entenderse el mundo cuando los modelos de crianza están determinados por la figura paterna o materna.
El escenario insular potencia la sensación de encierro y atraso. Los habitantes usan arcos y flechas como armas, evocando un heroísmo añejo que Boyle contrasta con imágenes de archivo. Esta decisión no es gratuita: sugiere que la comunidad ha quedado atrapada en una idea romántica de la lucha, mientras el mundo exterior se hunde en el caos.
En medio de este contexto, destaca la variedad de infectados: desde criaturas obesas y lentas hasta corredores espasmódicos, pasando por la presencia de un “alfa”, un gigante de fuerza e inteligencia superiores. Este abanico aporta tensión a las escenas de acción, pero Boyle coloca en primer plano la relación entre Spike y su madre, explorando el tránsito del niño hacia la adultez en un entorno marcado por la violencia y la pérdida.
Las imágenes alternan recursos expresionistas con el uso deliberado de tecnología digital de baja resolución, lo que otorga a la película una textura sucia y cercana. Cuando la cámara se detiene en campos y bosques, la fotografía de Anthony Dod Mantle revela una belleza que roza lo onírico. Esta dualidad visual refleja la constante oscilación entre horror y lirismo que define al filme. Cabe mencionar que Boyle utilizó varios iPhones para el rodaje, aunque, valgan verdades, este recurso resulta más artificioso que innovador. Aun así, las escenas de acción mantienen un vértigo notable y transmiten una sensación de experiencia en primera persona que se agradece.
Cabe destacar que el trabajo actoral sostiene esta apuesta narrativa con notable solvencia. Alfie Williams interpreta a Spike sin recurrir a clichés de infancia idealizada. Jodie Comer combina fragilidad y determinación en su papel de Isla, mientras que Ralph Fiennes aporta una ambigüedad moral a un médico tan enigmático como perturbador. El papá de Spike, Jamie, lo desarrolla Aaron Taylor-Johnson. Estas interpretaciones fortalecen el eje emocional de la historia y evitan que la película se reduzca a un simple espectáculo de sangre, sesos y mordidas por doquier.
Ciertas líneas temáticas, como la crítica religiosa o las referencias al militarismo, aparecen apenas insinuadas y no llegan a desarrollarse del todo. No importa porque Boyle mantiene la cohesión del relato y evita que la película se perciba como un ejercicio de nostalgia. Exterminio: La evolución se distancia de la lógica de las franquicias para reflexionar sobre la mortalidad y la memoria, proponiendo una visión más humana de un mundo devastado.
El resultado es una obra arriesgada que revitaliza la saga sin repetirse. Boyle y Garland desafían las expectativas con una película que combina relato de maduración, terror y experimentación formal, invitando al espectador a mirar el género zombi —aunque el director británico siempre haya preferido el término “infectado”— desde nuevas perspectivas. No se trata solo de la continuación de una historia, sino de un recordatorio de que, incluso en medio de la devastación y pese a las numerosas malas películas asociadas al género, el cine de zombis aún mantiene su vigencia.

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