El esquema fenicio
¿Podría alguien hacerle ver a Wes Anderson que regresar a los orígenes no siempre garantiza resultados positivos? Lo que en su momento representó una evolución estética y narrativa —culminada con La crónica francesa, tras obras como El fantástico Sr. Fox, Moonrise Kingdom, El gran hotel Budapest e Isla de perros— parece haber desembocado en un punto muerto creativo, marcado por la repetición de fórmulas y la pérdida de riesgo artístico.
El principal problema de su nuevo filme, El esquema fenicio, radica en su falta de emoción. Así de claro y sencillo. Pese al esmero visual que lo define, el filme se percibe como una construcción minuciosa pero carente de alma. El universo excéntrico y vital que suele caracterizar al cine de Anderson da la impresión de haberse congelado, y en esta última entrega desaparece aquel terreno fértil donde sus personajes combinaban lo absurdo con lo entrañable, dando lugar a figuras memorables dotadas de sensibilidad y lucidez.
En esta ocasión, los roles principales recaen en Benicio del Toro y Mia Threapleton, quienes encarnan al magnate Zsa-Zsa Korda y a su hija Liesl, una joven que ha optado por la vida religiosa. A pesar de haber renunciado a la fortuna familiar para seguir su vocación espiritual, se ve obligada a regresar al entorno empresarial para asumir un papel clave en el ambicioso plan de expansión global que su padre ha concebido. Desconfiado incluso de sus socios más cercanos, Korda deposita en la muchacha su última esperanza. La amenaza constante de atentados en su contra lo obliga a replantear su concepción del poder, así como su vínculo personal con la joven a la que apenas conoce.
Aunque el relato se presenta, en apariencia, como una sátira global sofisticada, en el fondo aborda —con torpeza estructural— una historia íntima de reconciliación familiar entre padre e hija. Sin embargo, el interés del director parece centrado más en replicar los rasgos de su estilo autoral que en explorar nuevas posibilidades expresivas. Incluso las secuencias más inspiradas, aunque escasas, se sienten frías y mecánicas, como si hubieran sido concebidas desde la lógica de una calculadora manual.
El cine puede extraviarse cuando la búsqueda de sofisticación desplaza la necesidad de conexión emocional. Cuando la forma se impone sobre el contenido, y el artificio domina la puesta en escena, el riesgo no es solo el distanciamiento del espectador, sino la banalización del drama. El esquema fenicio cae justamente en esa trampa: en su afán por refinar cada encuadre y estilizar cada diálogo, pierde de vista lo esencial. En lugar de sugerir una mirada fresca o compleja sobre los afectos humanos, termina atrapado en una elegancia vacía que solo disfraza su incapacidad de decir algo nuevo.
Ni siquiera la presencia de un elenco de primer nivel —con nombres como Tom Hanks, Bryan Cranston, Scarlett Johansson, Willem Dafoe, Michael Cera, Riz Ahmed, Benedict Cumberbatch o Bill Murray— logra salvar a este diamante hueco. El esquema fenicio deslumbra por su propuesta visual, pero al mismo tiempo resulta atosigante debido al ritmo frenético de sus diálogos. Aunque algunos pasajes logran entretener, no alcanzan a equilibrar una narrativa en la que los personajes se sienten más como marionetas que como seres humanos con emociones genuinas.
Tal vez ha llegado el momento de que el señor Anderson mire hacia nuevas direcciones. Volver al lugar donde alguna vez él —y sus seguidores— fueron felices no garantiza el mismo resultado, porque los tiempos han cambiado y, con ellos, también las expectativas del público.

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